martes, 1 de noviembre de 2011

la casa grande


              I
Algo trajo a mi memoria los veranos que pasaba siendo todavía niño en una aldea de mi tierra, de donde era oriunda mi familia. Y entre esos recuerdos de infancia, me quedé con el de una mujer, Amalia, que por su carácter afable y cariñoso hacia honor a su nombre y aún tengo presentes como si acabaran de ocurrir los momentos felices y entretenidos que pasé en la casa de esa buena mujer. 
Tenía una casa típica de aquel pueblo, construida con lajas de pizarra, de una sola planta sobre las cuadras y la bodega y abriendo al frente un corredor también techado y cerrado con una baranda de madera vieja, pero lustrada con esmero por Amalia. En ese corredor había macetas con geranios rojos como de terciopelo y también otras plantas sin flor, pero de hojas muy verdes y hasta moteadas en color morado, tan hermosas y lozanas que daba envidia ver que gozaban de tan buena salud por los cuidados de aquella señora. 
Porque Amalia era una verdadera señora a pesar de su aspecto pueblerino y sus ropas oscuras y sencillas. En sus facciones todavía se veían los rasgos de su juventud, que debieron ser bellos y muy atractivos para los hombres; y aún ahora lo eran teniendo ya algunas arrugas que estiraba el moño tipo castaña con el que recogía sus cabellos oscuros entreverados de canas. Se movía con dignidad y en todos sus gestos era cautivadora y daba confianza nada más verla. Me encantaba ir a su casa y aprovechaba mis idas y venidas hasta el río con el fin de darme un baño para detenerme delante de su puerta y esperar a que ella me invitase a pasar y a comer alguna fruta de su huerto.
Una gran higuera daba unas brevas riquísimas, tan maduras y rojas por dentro que no podías resistirte a comerlas. Y no digamos los ciruelos de los que colgaban esas jugosas frutas amarillas que parecen rezumar al mirarlas. Pero quizás lo que yo prefería y Amalia lo sabía, eran las claudias de un verde oscuro y con menor diámetro que las ciruelas doradas para comerlas enteras de un solo bocado. Notaba como se me deshacían en la boca y se tornaban en pura agua dulce y apetitosa. 
Amalia, a veces, si tenía tiempo y ganas, me hablaba de sus cosas y hasta de los recuerdos de su juventud, pero matizaba algunos aspectos dejándome con la intriga de conocer la historia completa. Seguramente me veía muy niño para contar ciertas cosas y aspectos de sus experiencias pasadas, y lo cierto es  que ya no lo era tanto como para no saber lo secretos de la vida y asustarme tan fácilmente escuchando lo que los mayores llamaban temas escabrosos. En ese año en que ella me contaba cosas más interesantes e incluso algo atrevidas sin subir en exceso el tono, yo ya tenía catorce años cumplidos e iba tan rápido como crecía hacia los quince. Podía decirse que ya era casi un hombrecito y desde luego yo me sentía más adulto de como me veía mi familia.
Sin embargo, ahora pienso que para Amalia ya no era tan niño como decía su boca, pero no deseaba que supiese tan pronto ciertos detalles de su vida que todavía tenía tiempo de saber y hacerme mi propia composición de lugar sobre ellos. Y las evasivas más rápidas que me daba era cuando yo mencionaba la que todos en el pueblo llamaban la casa grande y le preguntaba por sus antiguos moradores. Eso si era un tabú para Amalia y no soltaba prenda al respecto. Pero yo sospechaba con fundamento cada vez más firme que ella tenía algo que ver con esas gentes y también con la propia mansión abandonada y desconchadas sus fachadas en medio de una finca descuidada y cubierta de hierbas en el más absoluto desorden. 
Y a mí esa gran casa, deslucida y triste, me atraía como el imán al hierro y no sabía decir ni el motivo ni que fuerza extraña ejercía sobre mí. Pero el caso es que me obsesionaba la idea de saltar sus muros y ver de primera mano lo que se encerraba en ella. Algunas gentes decían que se oían ruidos en su interior y también entre los árboles de lo que fuera un frondoso parque que sombreaba el entorno de la casa. Quizá solamente fuese el viento o el crujido de las maderas por falta de cera, sin embargo a muchos les imponía la visión de la casona y no se atrevían a pasar demasiado cerca de su portalón enrejado. 
O también fuera el eco de voces del pasado prendidas en el aire enrarecido por el polvo y las telarañas que debían colgar en todos los rincones lo que se escuchase salir de sus piedras. Y eso era lo que decía el boticario del pueblo, don Severo, que lo único que pretendía era meter miedo a los niños para que no entrasen en esa finca y se lastimasen al caer desde las tapias o tropezar al correr de miedo intentando abandonarla a toda prisa. Seguramente el hombre ya estaba harto de hacer curas en piernas, codos y rodillas, y había optado por crear una leyenda de voces fantasmales y demás zarandajas de espíritus presos entre las paredes de la arruinada mansión.
Todo podía ser, pero yo no me lo creía y seguía interesado en saber todo lo posible sobre la casa y quienes la ocuparon antes de caer en aquel lamentable estado en que se encontraba entonces. Y algo me daba en la nariz que Amalia sabía mucho más que el resto de sus paisanos, pero se hacía la tonta conmigo y no soltaba ni una palabra que paliase mi curiosidad. Ella se reía cuando yo le insistía y me decía que era un puñetero cotilla al interesarme por vidas ajenas que en nada tenían que ver conmigo. Mas no lo era ni pretendía conocer la vida de nadie del pueblo, sino solamente saber algo sobre los habitantes de esa casa y por que motivo la habían abandonado. Me provocaba más interés la casa que las personas que anduvieran por sus pasillos y salas. Y eso a mi entender no era ser un cotilla sino como mucho un puto curioso y nada más. Pero Amalia no se rendía con facilidad y era difícil hacerla ceder de sus planteamientos e ideas. No es que fuese testaruda y mucho menso intransigente, pero sobre la casa grande no quería decirme nada de nada; y a mi me recomía el ansia por soltarle la lengua a esa mujer que tan buen recuerdo conservo a pesar del tiempo transcurrido desde entonces.


II
Hace calor. Me resulta sofocante este calor que se te pega al cuerpo antes de la media tarde en estos día del verano en que al sol se le da por hacerse notar y lograr que nos enteremos de lo bien que se está después de comer, durante la hora de la siesta, sintiendo un aire fresco que invita a taparnos con una ligera sábana. Hoy noto el mismo calor que aquella otra tarde y siento también la misma comezón por no quedarme en casa y salir corriendo al río. Pero aquí no tengo ningún río cerca para refrescarme en sus aguas de fondo fangoso.
Y acaso aquel día realmente tenía tantas ganas de remojarme en el agua fría del remanso al que solía ir en esos veranos pasados en el pueblo?. Nunca me lo planteé seriamente entonces y no quiero hacerlo ahora. Pero aquel día, tras la comida en familia, con toda la pesadez del calor exterior y el familiar también, sólo tenía en mi cabeza la idea de irme con mi bañador y una toalla, a pesar que bien sabía que la prudencia aconsejaba no exponerse gratuitamente a esa solanera asfixiante que nos caía encima y esperar un par de horas al menos para salir con la fresca.
Pero yo no estaba para frescas esa tarde y algo en mi me decía que pusiese alguna excusa aceptable para convencer a mi madre y me dejase ir sin más tardanza al río. Y no me fue fácil convencerla, pero ser el único hijo varón tiene algunas ventajas, sobre todo con mamá. Y ni miré para atrás por si ya se había arrepentido mi madre y me llamaba otra vez para que descansase un rato y no fuese a pasar tanto calor por esos caminos, como solía decir ella.
Mi cabeza no paraba de darle vueltas a mis obsesiones y con ellas lidiando llegué frente a la casa de Amalia. Las contras estaban cerradas y el silencio  indicaba que estaría sesteando, pues era improbable que a esas horas una persona cuerda como ella se aventurase a andar fuera de su casa con un sol de justicia sobre su cabeza. Dudé si llamarla y pensando mejor las cosas empecé a alejarme en una dirección posiblemente equivocada. Equivocada, porque no sería el que eligiese el camino más directo para ir al río, sino que tomaría por ese otro sendero que daba un rodeo más largo. Pero lo significativo de esa otra ruta era que pasaba muy cerca de la casa grande. 
Y ya había dado varios pasos y oí la voz de Amalia a mi espalda llamándome. Volví la cabeza y allí estaba plantada en la puerta de su casa, mirándome con una sonrisa y los brazos en jarras. La salude y ella exclamó con esa voz tan dulce que todavía tengo en mis oídos como si la oyese ahora: “Dónde irás con lo que está cayendo, alma de cántaro!. Anda, ven y siéntate un rato conmigo que vas a coger una insolación”. Y como el niño que cogen en falta, di media vuelta y fui hasta ella sin saber que decirle ni como explicar una salida sin esperar la fresca, como era costumbre en el pueblo y aconsejaban los viejos que todo lo saben y normalmente suelen acertar en sus pronósticos y aseveraciones.
Aquella mujer no sólo sabía cosas que yo deseaba conocer respecto de la dichosa casona, sino que también podía leer mi pensamiento y saber cuales eran mis intenciones, aún sin estar muy seguro de ellas yo mismo. Pero no dijo nada ni me reveló sus sospechas sino que se limitó a hacerme pasar y decirme que me sentara en una de los dos mecedoras que tenía en la sala. Y me preguntó: “Te apetece una fruta bien fresca?”. Cómo sabía ella cuales eran mis gustos y de que modo conocía los mejores métodos para sujetar a un hombre, aunque tan solo fuese un chaval, y hacer que retrases sus planes inmediatos; si es que yo en verdad tenía un plan concreto esa tarde. Cosa de lo que entonces no estaba muy seguro y mucho menos decidido a dar el gran paso que giraba por las noches en mi mente antes de quedarme dormido.
Yo le respondí con la cabeza aceptando su oferta y ella fue a la cocina sin dejar de hablarme del calor y otras cosas que yo apenas le puse atención. Y al volver me alargó una de sus manzanas secretas. Y eso era un placer en si mismo. Eran de color verde claro. Ese que se suele calificar y definir como verde manzana. Lisas, brillantes y perfectas y redondas como esferas. Unas manzanas de anuncio!. Lo que más me llamaba la atención de esos frutos de Amalia era que naciendo en un árbol enano, escondido bajo una cepa, las manzanas eran grandes. Aunque también es cierto que cada manzano debía dar una sola por falta de más espacio. Eso no lo sé seguro, pero ahora que lo pienso intuyo que sería así. Ella decía que eran japoneses tales manzanos. Yo ignoro ese extremo todavía hoy, porque nunca más les he vuelto a ver y comer; y entonces me importaba un bledo la nacionalidad de las manzanas, todo hay que decirlo.
Eran tan ricas!. Al morderlas crujían como si fuesen de cristal y te salpicaba la boca su abundante jugo de un sabor exquisito. Al ver la manzana en al mano de Amalia casi se me fue el santo al cielo y con él las tentaciones que rondaban por mi alocada cabeza. Ella me miraba y yo mordía con unas ganas locas la manzana; y sin más preámbulos me dijo: “Adela..... Doña Adela para los del pueblo..... Así se llamaba la última señora de la casa grande”. 
Quedé paralizado y a medio masticar un bocado de manzana. Lo tragué como pude y casi sin paladearlo, pregunté: “Y quien era esa señora?”. “La mujer de don Amadeo. El amo de la casa grande”. Yo ni respiraba ni abrí la boca para comer otro cacho de manzana ni para decir nada. Y Amalia añadió: “Ella era una buena mujer, encantadora y muy agradable tanto en el trato como por su aspecto.... No es que fuese una mujer hermosa, pero compensaba eso con una elegancia y un saber estar que cautivaba a cuantos la trataban.... Y lo más importante era que se portaba bien con todo el mundo...... Doña Adela se hacia querer y al morir todos dijeron que su marido sentía por ella tal adoración que no soportó su muerte. Lo cierto es que tres meses más tarde también él se fue al otro mundo”.
“Y de que murió ella?”, pregunté. “De un mal en el alma fundamentalmente. Aunque los médicos dijeron que eran fiebres o una mala gripe que derivó en neumonía. Eso ya no importa y además da igual una cosa que otra. Pero yo sé que la mató la pena. Y él se fue apagando al faltarle ella o a causa de no tenerla cerca por culpa suya en gran parte. Los médicos también se sacaron de la manga un diagnóstico y afirmaron que fue el corazón quien se lo llevó. Y en eso acertaron más que con ella, porque es verdad que murió al faltarle su mujer y podría pensarse que era por no soportar la nostalgia de su pérdida...... Eso sería algo muy romántico. Sin embargo, no creas que fue por amor simplemente. Nostalgia puede que sí, pero para mis entendederas y conociendo la causa del sufrimiento de Adela, te aseguro que a él lo mató más el remordimiento que el amor. Y al verse solo y sabiéndose responsable en alguna medida del dolor de su mujer, todo eso derivó en una profunda tristeza que le paró el corazón tras secarle el alma”.
La escuchaba embobado y la carne de la manzana empezó a colorearse de oxido alrededor de mis mordiscos. Pero no quería ni mover un dedo para que Amalia siguiese contando esa historia que me fascinaba aún sin conocerla al detalle. Y ella me recordó mi manzana, bueno la suya, pero que ya era mía porque la tenía demasiado mordida para dejarla y no terminar de comerla. Y yo, que quería saber más y no me pregunten si esa curiosidad era sana o insana, porque me daba lo mismo entonces y me sigue importando un comino ahora lo que pueda pensarse en ese sentido, pregunté cual era esa pena que matara a doña Adela. Y en ese punto Amalia me cambió de conversación y me dejó con la miel en los oídos y muy fastidiado al no contarme más sobre esa pareja que fueran los señores de la casa grande.
Y con muy buenas palabras me despidió diciéndome que si me retrasaba más se me pasaría la hora de bañarme en el río. Y cogí otra vez mi toalla y con la mente más caliente que antes de hablar con ella, me fui caminando hasta llegar a la bifurcación del camino que llevaba al río dando un rodeo para pasar por la que fuera mansión de don Amadeo y doña Adela. Dependía de mí solamente seguir recto y llegar al río sin complicarme las cosas, o torcer a la izquierda y arriesgarme al influjo de la dichosa casona que parecía llamarme con sus ruidos y su misterioso aire de un pasado medio sepultado y un incierto futuro para su conservación. 


III
Dudé volví atrás, lo pensé de nuevo. Y mis piernas obedecieron a mis íntimas obsesiones en lugar de seguir los dictados de la prudencia. Tomé por el atajo y sin querer admitir mi equivocación, por otra parte voluntariamente asumida e íntimamente deseada, me vi frente a las verjas oxidadas y mohosas de la casa grande. 
Vi hacia las puntas todavía afiladas y desafiantes, que terminadas en lancetas pretendían herir el cielo, y sopesé las posibilidades que tenía de subir por esos hierros y traspasar la gran cancela. Demasiado alta y cualquier resbalón o error me costaría quedar ensartado en la punta de sus lanzas. Miré y comprobé si era más sencillo trepar por el muro, aprovechándome del resalido de algunas piedras, pero tampoco estaba fácil la cosa y aún aquello era arriesgado y podría dar con mis atrevidos huesos en tierra desde una altura considerable. De lo que no cabía duda era que don Amadeo o alguno de sus antepasados había procurado defender su propiedad de intrusos rodeándola de un sólido cierre, alto y macizo como si se tratase de una fortaleza.
Casi estaba a punto de desistir, pero mi ansiedad por conocer mejor aquella casona me obligó a bordear la tapia por si encontraba algún resquicio por el que colarme dentro de la finca. Y anduve algún rato sin despegarme de tal bastión, hasta que medio oculto por las zarzas parecía que en ese punto las piedras se habían caído mostrando un flanco más débil en la estructura de la rotunda valla. Cómo pinchaban las espinas del zarzal y que moras tan negras y gordas me ofrecía el puñetero arbusto que me araño piernas y brazos. Pero a ese si lo vencí y además le arranqué algunas de sus sabrosas y maduras frutas, que siempre me encantaron recién cogidas de la zarza, aunque siempre me decían que era malo comerlas calientes y sin lavar. 
Las mismas piedras derrumbadas del muro me sirvieron de escalones para trepar y alcanzar la cima. Una vez arriba me senté como si hubiese hecho la mayor hazaña de mi vida y en lugar de estar sobre una tapia estuviese en a cumbre del Veleta o del Mulhacén. Y henchido de un inexplicable orgullo, miré los árboles centenarios de un parque abandonado y lleno de hierbajos y maleza. También miré hacia la casa y vi sus ventanas sucias y con más de un cristal roto o estallado y daba la impresión que en todo aquel escenario polvoriento y mugriento solo podían vivir ratas y arañas, porque incluso las más viles criaturas huirían de allí ante tanta desolación y tristeza. 
Mas, si ya estaba en lo alto del muro, no podía ahora rajarme y no saltar al interior de la finca y así lo hice. Mi aventura había comenzado y ahora todo aquel mundo se mostraba ante mis ojos que se abrían más por miedo que por la curiosidad de ver y procesar los datos que se almacenaban en mi cabeza. Los primeros pasos que di fueron cautelosos y más que hojas secas y ramas parecía que pisaba huevos y temía romperlos. Con cada crujido que oía al partir un palo o aplastar la hojarasca, mis carnes se abrían y daba un respingo que denotaba que mi valor iba mermando al adentrarme en aquel lugar en dirección a la gran mansión.
Llegué a los camelios blancos que  adornaran en su día los aledaños de la casa y a sus pies se extendía un mar de pétalos y flores marchitas desprendidas meses atrás de sus ramas. Me fijé en el brillante color verde de las hojas y me pareció mentira que sin cuidados de nadie todavía estuviesen tan lozanos como cuando seguramente los cuidaba doña Adela. Bueno, aunque quizás fuese mucho suponer que ella personalmente se encargase de podarlos en lugar de hacerlo algún jardinero o un mozo del pueblo a cambio de un módico jornal. La verdad es que no sé por qué me llamó la atención el estado de esos arbustos, pues también había grandes magnolios todavía con flores blancas y grandes como coles, que lucían unas hojazas de un fuerte verde oscuro y lustrosas. 
Y me paré al pie de una palmera, que destacaba de sus vecinos arbóreos  por su altura, y apoyado en su tronco tomé aire, tragué saliva, y me di ánimos para proseguir la investigación. Y por dónde entraría en al casa?, me pregunté. Las ventanas de la planta baja estaban cerradas y echadas las contras y no parecía fácil quebrantar sus pestillos. Y, por supuesto, las puertas tendrían que estar bien atrancadas también. Sólo parecía posible acceder al interior desde un gran balcón que se abría al jardín en el centro de la fachada principal, que daba la impresión de tener mal cerrada la puerta. Pero tenía que escalar por una vieja buganvilia de florecillas moradas. Se veía fuerte y los troncos de esa planta eran suficientemente robustos para trepar por ellos sin que partieran. Y por ahí me disponía a subir cuando a mi espalda escuché una voz que me espetaba: “Qué haces aquí?”. Y casi me cago de miedo en ese instante.
Me entraron ganas de mear y un sudor recorrió mi espalda y mis sobacos se empaparon. Me giré con la rapidez de un relámpago para ver cual de los fantasmas de la casa me había cazado intentando profanar su santuario de recuerdos. Y lo que vi me indignó más que asustarme, pero no supe o no pude reaccionar ante la imagen de otro mocoso como yo, de pelo alterado en rizos oscuros y unos ojos pardos y grandes que me miraban como si yo fuese un mal bicho. Y tras unos segundos, que eran largos como años, sólo se me ocurrió preguntarle: “Y tú quien eres?”. Y él respondió todavía más encasillado en su aparente enfado y derecho a proteger no sabía qué, pero algo sería si adoptaba ese aire de fiel cancerbero.
“Esto es mío!”, casi me gritó. Y añadió “Así que ya te estás largando por donde viniste!”. Vaya!. Mira que ufano dijo aquello el chaval!. Que la casa grande era suya y yo tenía que irme sin más y sin llegar a ver que guardaban sus paredes y qué flotaba en el aire de esa casa. Miré a ese majadero, que media dos centímetros menos que yo y tampoco deba la impresión que fuese más fuerte, y le dije: “Esta casa no tiene dueños y quiero verla. Así que esfúmate si no quieres que te arree un mamporro y te salte los dientes”. Ahora me asombro de ese alarde de valentía que tuve entonces, cuando nunca fui agresivo y mucho menos pendenciero. Pero posiblemente el temor a que él me agrediera y el entorno que me rodeaba, que minaba mis fuerzas logrando que me temblasen hasta las pestañas, provocaron en mí esa reacción casi heroica de amenazar con atacar como defensa ante una segura agresión del contrario.
Y debió hacer efecto mi baladronada o quizá, al menso ese creo ahora, que el otro chico no estaba muy seguro de vencerme y poder echarme a la fuerza si oponía resistencia, pero lo cierto es que cambió el gesto y su mirada hosca se tornó más humana y eso me dio ventaja para sacar mis redaños maltrechos y aparentar una calma y una determinación que en absoluto tenía. Y ya con más aplomo dije: “Si tu eres el dueño, tendrás las llaves de la puerta. O es que vas de farol, chaval?”. Y el otro coloreó sus mejillas de un tono más rosado y con cierto incomodo me contestó que no las llevaba encima, pero que el único dueño de la casa era él. Cuanto había allí le pertenecía y no permitía que nadie más pudiese creer que tenía algún derecho a estar en su finca. Pero a mi ya no me amilanaba el puto mocoso y le di la espalda y me dirigí muy seguro de mí mismo hacia la buganvilia resuelto a trepar hasta el balcón. 
Y él me sujetó por un brazo y me interceptó el camino. Eso ya era demasiado y sin pensarlo más lo empujé hacia atrás. Se revolvió contra mí y me agarró con todas sus fuerzas, pero le largué un manotazo y le estampé una sonora bofetada en la cara. Y eso fue bastante para enzarzarnos en una pelea y rodar por tierra amagando golpes y algún intento de mordisco, hasta que cansados de tales esfuerzos totalmente vanos, pues no parecía que en realidad tuviésemos ganas de herirnos seriamente, quedamos uno encima de otro más sucios que lastimados y resoplando como dos tontos sin saber como finalizar lo que no debimos empezar nunca.
Nos miramos a los ojos directamente y de repente él me preguntó: “Cómo te llamas?”. “Pedro”, contesté. Y pregunté yo: “Y tú ?”, “Alfredo”, respondió él. “Eres de aquí?”, quise indagar yo. “Sí”, me dijo. “Y tú no eres de aquí”, afirmó él . “No, pero mis abuelos son de este pueblo. Yo sólo vengo durante el verano”, contesté yo con un tono que pretendía entablar la paz entre los dos. Y en ese momento me fijé en su cara y los rasgos tan bien dibujados que tenía, incluso a pesar del enrojecimiento provocado en una de sus mejillas por mi tortazo. Y le pregunté a modo de excusa: “Te hice daño?”. “No. Soy más fuerte de lo que crees. Que seas un pelo más alto no quiere decir que me ganes en nada. Ya casi tengo quince años”. “Yo también”, afirmé como si estar a punto de alcanzar esa edad fuese un mérito digno de medalla y con ello mereciésemos un respeto especial dada la indudable experiencia de la vida que creíamos tener entonces.
Seguíamos sin levantarnos y él estaba bajo mi cuerpo sin rechistar 11ni quejarse del peso o la incomodidad de tenerme encima y no apartaba la vista de mi cara como si la estuviese memorizando. Y por un momento me sentí observado y eso me produjo una rara sensación como si fuese un conejo de indias en un laboratorio. Y me levanté como un rayo y desde lo alto le tendí la mano para ayudarlo a ponerse en pie también. Nos volvimos a mirar y remirar como dos cachorros que pretenden reconocerse por el olfato y él dijo: “Te atreves a entrar?”. “Sí. A eso vine”, afirmé con rotundidad. “Pues ven”, me dijo agarrándome de la mano. Y me dejé llevar como el ciego se fía del lazarillo para no tropezar y caerse al suelo.     


IV
Nos dirigimos hacia la parte trasera de la casa y seguí de la mano de mi lazarillo sin saber muy bien donde iba o que pretendía hacer el jodido rapaz. Se detuvo ante una puerta vieja y despintada y me soltó para empujarla girando al tiempo un picaporte oxidado y cubierto de mugre. La puerta cedió y quedó medio abierta y no nos hacía falta mayor apertura para colarnos en el interior de aquella casona solitaria y sucia. Y vaya si lo estaba!. Una suciedad congénita tapaba el enlosado blanco y negro, formando un damero, del suelo de esa habitación a la que entramos y que a todas luces era la cocina de la casa grande, que por supuesto hacía honor al apelativo de la vivienda pues era espaciosa y aún se veían cacharros polvorientos sobre las mesetas y otros ya oscuros y mohosos colgando de las paredes. Había más polvo acumulado en esa cocina que en todo el camino que llevaba al río, pero todavía podían verse los dibujos azules de los azulejos blancos que la alicataban y se notaba el cerco de otros objetos que dejaran impresa su presencia en el mármol ya grisáceo donde en otro tiempo se amasaran empanadas y tartas o se preparaban ricos y suculentos platos para la mesa de los señores de la casa.
Casi no me atrevía a respirar por la emoción contenida al saber que en cierto modo ya había quebrado en parte los sellos del secreto que guardaba la gran casa, pero sólo me ocupaba de mirarlo todo queriendo plasmar en mi retina todas esos objetos y percibir cuantas sensaciones me trasmitiese la audaz violación de una propiedad que, a mi entender, ya no tenía dueño o al menos quien fuese andaba muy lejos de allí para cuidarse de todo aquello que le pertenecía. Y mi guía me dijo que lo siguiese y pasamos a otra habitación con pinta de cuarto de servicio en cuyo centro había una gran mesa y algunas sillas de madera todavía útiles, menos un par de ellas que ya no tenían el asiento en condiciones de ser usado. Esas estaban desfondadas y las otras solamente cubiertas de mierda de años. Salimos a un vestíbulo presidido por una escalera que arrancaba desde el mismo centro y se bifurcaba en dos tras ascender el primer tramo, formando en el primer piso una balconada  en semicírculo que servía de distribuidor al rededor del que se ubicaban las habituaciones sitas en esa planta. Pero no subimos por esa escalera tan noble y Alfredo me llevó hacia la derecha sin decir nada.
Se detuvo ante una puerta de doble hoja con cristales biselados, me miró a la cara y me dijo muy solemne: “Aquí hay una gran sala, que es donde pasó mis horas muertas pensando en los seres que estuvieron aquí antes que yo. Es un lugar mágico para mí y me gusta sentarme en el sillón que está colocado frente a la chimenea, sobre la que está el cuadro de la señora que me mira como si en mí reconociese a un ser perdido y añorado por ella. Entra”. Y entré y vi el salón grande y adornado por múltiples telarañas que competían en lucimiento con los ajados cortinajes que medio cubrían los ventanales. Allí todo presentaba un aspecto dormido en el tiempo y a la espera de que una mano vigorosa y desentumecida desempolvase su alma devolviendo a la vida los muebles, jarrones, cuadros, y todo el universo de enseres de plata negruzca y opaca. Y Alfredo me llevó delante de la señora del cuadro y me fijé en sus ojos grises, que por la manera de mirar me recordaron de inmediato los de un gato y los del muchacho que me mostraba las entrañas de la casa que me obsesionaba sin entender el motivo ni el por qué de tal fijación. 
Miré la cara de Alfredo y luego otra vez la de la señora del cuadro y le pedí al chaval que descorriese una cortina para que entrase más luz y poder ver mejor el retrato. Y él lo hizo y me acerqué más al cuadro y me detuve en todos los detalles del vestido y el rostro de aquella mujer entrada en años y todavía hermosa que me miraba interrogándome que hacía en su casa sin ser invitado. Y casi estuve por decirle que había entrado con el dueño de la propiedad, pero recapacité y me dije a mi mismo que aún era pronto para sacar conclusiones prematuras sobre esa cuestión. Por el momento me pareció que los dos éramos intrusos en ese mundo que no nos pertenecía todavía y ella nos recriminaba por estar allí parados ante su retrato intentando leer los secretos que probablemente hubiese querido llevarse con ella a la tumba. Me dio la sensación de ser unos aventureros profanadores de tumbas faraónicas, cuyos espíritus nos pasarían sobrada factura por nuestra osadía y falta de respeto al descanso de los muertos. Pero ya estábamos dentro del mausoleo y entendí que no había vuelta atrás y sólo quedaba seguir avanzando en el esclarecimiento de la verdad que esa mujer parecía negarnos.
Y ante mi silencio Alfredo me preguntó: “Qué piensas?”. “En que esa mujer me mira como preguntándome que hago en su casa. Me mira como a un extraño y parece temer que esté contigo aquí”, le respondí. Y él me aclaró: “No sabe quien eres y por eso te mira así. Pero eso lo arreglo yo enseguida presentándote como un amigo mío.... Abuela, este es Pedro y ya no es un desconocido en esta casa. Además tiene mucho interés en verla y saber por qué ahora yo soy el dueño de todo esto. Por ahora es el único conocido que tengo en este pueblo. Ya te dije que sólo llevo aquí un par de días y aún no tuve tiempo de hacer amistades con nadie. Bueno, encontré a Pedro merodeando por el jardín y le invité a entrar en nuestra casa. Espero que no te importe. Y al abuelo tampoco. Aunque nunca hable con él y no me vea con tan buenos ojos como tú..... Ahora ya estás presentado y ella te acepta en la casa”. Y fuera por sugestión o por que realmente la señora del cuadro cambió su mirada dura por otra amable y más considerada hacia mí, el caso es que me pareció que hasta me sonreía y me saludaba con educación y cierto cariño por ser conocido de su nieto. Y me atreví a pensar que Alfredo era su nieto haciendo caso de sus propias palabras. Pero la verdad fue que ya no me plantee la menor duda sobre si era o no el dueño de la casa grande. 
Seguía sin entender que hacía un chico tan joven solo en una casa abandonada y sin alguien adulto que cuidase de él y de la casa. Tampoco lo había visto antes por el pueblo ni oyera hablar de él a nadie. Y eso en un pueblo pequeño si es raro, pues pronto sabe la gente la vida y milagros de los demás y registran la entrada de todo viajero de paso o visitante ocasional. Y si no saben con certeza algo sobre el individuo sometido a control, se lo imaginan o lo inventan. Pero nadie se escapa a que hablen de él ya sea para bien o para mal. Y Alfredo no iba a ser una excepción a la regla. Que yo supiese nadie había escapado todavía a la murmuración de las lenguas de aquel pueblo. Y por supuesto, no todas era bien intencionadas y de eso Amalia creo que sabía bastante.
Y otro detalle sospechoso respecto a Alfredo, era que ni siquiera Amalia mencionara al chico; y si realmente era nieto de doña Adela (y di por supuesto que ella era la mujer del retrato) era mucho más inexplicable la presencia de ese chaval no sólo en el pueblo sino también en la casa grande sin que ella supiese algo sobre él, ni me comentase tal cosa, puesto que no dejaba de ser algo banal, según creía yo entonces. Y como una saeta que atravesase mis sienes se me vino a la mente si este chico no sería un fantasmas de los que pulularían por las estancias de la casona. Mas me dije para mis adentros: “Lo vi a plena luz del día y en el jardín, Y eso no resulta muy corriente dentro de las costumbres de los espíritus que impepinablemente deben aparecerse por la noche y mejor en una de esas muy oscuras, o también si hay luna llena y se escucha el aullido de un lobo en la lontananza”. Me estaba haciendo un lío y pegué un respingo de muerte al sentir el toque de unos dedos sobre mi hombro derecho. Me volví casi atenazado de pavor y me encontré con la sonrisa de Alfredo que me incitaba a proseguir la visita y recorrer el resto de la casona, que a esas alturas para mí ya era encantada.


V
Con cada crujido de las maderas al pisar los escalones para subir al primer piso de la casa, mi confianza crecía, tanto en el éxito de la empresa, como en mi inopinado compañero que poco antes encontrara en el desaliñado jardín. Notaba mi respiración con esa agitación característica que provoca la emoción de la aventura y me oía a mi mismo aspirar y exhalar el aire, notando la lengua seca, pero mi colega apenas hacía ruido y solamente sonreía cada vez que miraba su cara para interrogarle con los ojos a que cuarto nos dirigíamos. Y así de una en una recorrimos las habitaciones de la mansión; y al llegar a otra situada al fondo de un pasillo, me dijo: “Esta es la mía....... Quieres verla?”. Y cómo no iba a querer ver donde dormía ese muchacho que ya había ganado mi voluntad al conducirme por el escenario que, sin lugar a duda, era el decorado de un gran misterio.  
Empujó la puerta y me hizo pasar a esa habitación en la que solamente había una cama estrecha con una mesilla de noche en madera clara y una silla de enea con el típico asiento de cuerda, pero ya muy gastado y algo roto. Y un armario pequeño sin luna en su única puerta, ni ningún otro espejo donde pudiese mirarse Alfredo para verse una vez vestido. Pero no dije nada ni tampoco quise averiguar que clase de ropa guardaba en el armario. Simplemente me limité a pasar un dedo por la mesilla y comprobar que estaba llena de polvo y de una esquina a la pared había una telaraña que parecía estar allí desde bastante tiempo atrás. No podía decirse que ese cuarto brillase por su limpieza, ni tampoco se podía ver con nitidez a través de los cristales de la ventana, partida en cuatro cuarterones y que daba a la parte trasera del jardín.
Pero Alfredo irradiaba una alegría contagiosa al mostrarme su habitación y puedo jurar que entonces ni me di cuenta que hasta la colcha que cubría la cama estaba sucia a rabiar. Me encontraba a gusto con ese chico y debo reconocer que tanto su figura esbelta como el tono pálido de su piel y sus gestos y, sobre todo, la sonrisa que dejaba ver unos bien alineados dientes muy blancos, empezaban a atraerme de un modo raro que hasta entonces jamás había sentido por ninguna otra persona. Era como si no quisiese volver a separarme de él y hasta me hubiera gustado compartir su cama y su extraño mundo de polvo y abandono de años. Y por un momento me pregunté para mis adentros: “Cómo puede vivir este tío en una casa tan dejada de la mano de todos?”. Pero sólo fue por un momento que tuve esa reflexión más que hacerme una pregunta. 
En todo ese tiempo y en ninguna de las habitaciones visitadas, mencionó Alfredo a su abuelo ni a otra persona que perteneciese a su familia. Yo le pregunté por sus padres, pero no respondió. Y al insistir si estaban con él o viniera solo al pueblo, tampoco me dijo nada. Eso ya me mordía la curiosidad y le conté cosas sobre el colegio y los amigos que tenía en la ciudad, para ver si él soltaba también la lengua y me contaba algo sobre su vida, pero, si bien se interesó por mis asuntos y mis amistades, no me contó nada sobre si mismo, alegando con un gesto de desgana que no tenía nada interesante para contar ni menos para recordar de tiempos ya pasados, dando a entender que transcurrieran sin pena ni gloria para él.
Y de inmediato Alfredo me sugirió que saliésemos de nuevo al jardín para ver el palomar. Y allá fuimos los dos bajando a saltos la escalera y saliendo de la casa como dos potros a los que les abren la cerca para salir en libertad al campo a correr y saltar. Y corrimos alocados hasta la ruina de un palomar vacío de palomas. y nos metimos dentro y vimos que todavía quedaban cagadas blanquecinas y hechas piedra, pero ninguna pluma ni plumón que denotase la presencia reciente de aves en aquel albergue de escombros resecos. Entonces yo le propuse ir al río y él apoyó la moción con un salto y alborotando el aire con las manos, gritando: “Me encanta el río y el frío del agua en mis huevos!”. Yo secundé su jolgorio y también grité y lancé patadas y manotazos al viento diciendo que se nos encogerían los cojones al meternos en el río. 
Y nos fuimos de la casa a toda prisa y sin darnos cuenta llegamos al remanso solitario donde yo solía nadar y tomar el sol en pelotas. Y no tuve reparo alguno en decírselo a Alfredo; y él, sin darme tiempo a adelantarme quitándome mi ropa, se quedó en bolas y me enseñó su cuerpo desnudo con la mayor naturalidad del mundo. Yo lo imité, pero reconozco que sentí algo de vergüenza al principio. Mas en cuanto vi con que desparpajo se lucia Alfredo y me decía que mirase sus músculos, ya no sentí nada que no fuese el tibio calor del sol en mi piel y la satisfacción de ver que, mal que le pesase a Alfredo, mi cuerpo estaba más desarrollado que el suyo y tenía unos brazos mucho más fuertes. Para eso había hecho mucha gimnasia en el colegio y jugaba a casi todo, además de nadar y correr y andar en bici los fines de semana. Y no disponer de una bicicleta en el pueblo era algo que llevaba bastante mal, por cierto. Me habría ahorrado muchas caminatas al río o a otros muchos lugares de aquella aldea donde solía ir.
Volvimos a enredarnos en una pugna por ver quien tumbaba a quien, pero ya no era pelea como al conocernos, sino juego amistoso que dio con los dos rodando por la hierba mojada que crecía a la orilla del agua. Y nos quedamos uno sobre otro mirándonos a los ojos y sin pestañear. Y él, entonces, me dijo: “Me alegro de haberte encontrado al fin”. En ese momento de tensión contenida no llegué a entender todo el significado de aquella frase, ni me hubiera planteado escudriñarla para sacar de ella algo más que lo aparente. Y yo le contesté: “Yo también me alegro de estar aquí contigo”. Pero esa vez fui yo el que se atrevió a más y añadí. “Quieres que seamos amigos?”. Alfredo dejó que sus ojos se humedeciesen casi imperceptiblemente y sin decir palabra me dio un beso en la mejilla. Y con eso sobraban las palabras y acepté aquel beso como toda una declaración formal de perpetua amistad entre los dos.
Y con la agilidad de un corzo que brinca ante un obstáculo que se interpone en su camino, Alfredo se levantó y dándome la mano tiró de mí para incorporarme también. Y corrió para lanzarse al agua gritándome: “Marica el último”. Y yo salí como una centella tras él y lo alcance sin reparar en la frialdad del agua ni en otra cosa que no fuese darle una aguadilla por llamarme así. Y se la di y él me la dio a mí y nadamos en una loca carrera sin meta ni punto de salida. salpicábamos y chapoteábamos a nuestras anchas y al alzar los brazos formábamos abanicos de gotas de mil colores que irisaba la luz del sol. La piel nos relucía y se acentuaba la suavidad adolescente que todavía mostraba por la escasez de un vello más oscuro y frondoso, pues en algunas partes solamente teníamos pelusilla. Y donde ya creciera el pelo proclamando nuestra plenitud sexual, más que estorbar o romper la perfección de esa piel de primera juventud, le daba una mayor arrogancia para hacerla aún más sugestiva y atrayente para cualquier persona que supiese apreciar la belleza de dos vigorosos mozos.
Nos cansamos de jugar en el agua y salimos a secarnos tumbados al sol sobre la hierba. Y Alfredo no dejaba de mirarme como si quisiese aprenderse de memoria todo el contorno de mi cuerpo para recordarlo cuando ya no me tuviese delante. Y eso me hacía gracia y al mismo tiempo me entró una repentina timidez al notar que mi pene se ponía duro y comenzaba a crecer. Alfredo se dio cuenta de eso y se rió revolcándose por la hierba gritándome que estaba empalmado. Me puse boca a bajo con los mofletes colorados como tomates, para ocultar la evidencia de mi flaqueza, y el muy cochino me metió mano por debajo del vientre y me la agarró apretándomela con fuerza. Me revolví y lo insulté con cara de cabreo, pero yo también pude ver que su polla tampoco seguía flácida y su excitación era mayor que la mía.
Y volvimos a tumbarnos boca arriba mirando al cielo y con nuestros miembros viriles estirados a lo largo de la barriga. Y él fue quien empezó a cascarse la paja primero. Y yo también me desahogué al ver que él lo hacía; y no tardamos mucho en terminar mirándonos a la cara para comprobar quien se iba antes de los dos. Luego quedamos como agotados y sin poder pronunciar palabra ni volver a mirarnos a los ojos. Yo sólo deseaba que aquello no hubiese sucedido y él parecía tranquilo y relajado sin darle más importancia al asunto que habernos hecho un pajote en compañía en lugar de ser en solitario. Estábamos pringados de semen, en el que casi podíamos ver atrapadas las vitaminas desperdiciadas, y él me propuso tirarnos al agua otra vez para limpiarnos. Y lo hicimos y volvimos a darnos ahogadillas para liberar el exceso de testosterona que aún nos quedaba en los testículos.
Ahora me sería difícil decir cuanto tiempo pasamos en el río, pero si recuerdo que sin darnos cuenta, caminando y alternando carreras, nos vimos cerca ya de la casa de Amalia y él me dijo que no podía acompañarme hasta el viejo puente romano. Le pregunté por qué y le pedí que viniese a mi casa, porque mi madre se alegraría de conocerlo. Pero Alfredo me dijo que nunca cruzaba ese puente ni quería conocer la otra orilla. De todas modos le insistí y además le aclaré que la casa de Amalia estaba de este lado del río y no era necesario pasar el puente para llegar a ella. Seguimos un poco más y llegamos a casa de Amalia y no la vi en el corredor que daba al camino; y sin pensarlo dos veces ni mirar para Alfredo, dije: “Debe estar en la huerta regando los tomates. A estas horas suele hacerlo. Vamos. Por esta cancela se va al huerto que está detrás de la casa”. Y pasé delante de mi compañero y fui derecho hacia el fondo donde estaban los tomates y pimientos; y allí vi doblada hacia delante a Amalia que se afanaba con un sacho en abrirle el riego a su modesta plantación de hortalizas y verduras. Y sin esperar a que se pusiese derecha ni volviese la cabeza, le dije lleno de razón: “Este es Alfredo. Lo conocí en la casa grande”. 
Amalia ladeo la cara y sin mirarme del todo me soltó: “Ya eres algo mayorcito para andar con amigos imaginarios. No crees?”. Yo me quedé cortado por esa salida de Amalia y mucho más al volverse con los brazos en jarras mirándome de frente y decirme: “O es que ahora tú también crees en fantasmas?”. Miré hacia atrás y cual no sería mi asombro al no ver a mi lado al chaval. Y lo llamé casi con desespero, pero no contestó. Y le dije a Amalia: “Estaba aquí conmigo y estuvimos toda la tarde juntos. Me enseñó la casa grande por dentro y me dijo que era el nieto de una señora que está en un retrato sobre la chimenea del salón grande......... Te estoy diciendo la verdad, Amalia...... Por qué iba a mentirte e inventarme tal cosa?”. 
Ella no hablaba y yo añadí: “Además, luego fuimos al río y nadamos y jugamos hasta ahora que vinimos a saludarte antes de irme a casa..... Bueno, él ya me advirtió que sólo venía hasta el puente, pero que no lo cruzaba...... No me mires así, ni te rías!”. “No me río y te creo”, dijo amalia. Y añadió: “Lo que pasa es que tu amigo debe ser tímido y se habrá escondido detrás de aquella mata de judías..... Ves allí está...... Llámalo y dile que se acerque que no le haré nada malo. Al contrario. Pues tengo en la fresquera unas brevas que cogí para ti y que están diciendo comerme. Ve y tráelo!”. 
Y fui ligero hasta las judías y las aparté con la mano para dejar a la vista a Alfredo, pero allí no había nadie. Si Amalia lo había visto él se volatilizó más rápido de lo que yo fui a su encuentro. Pero sospeché de inmediato que ella no viera nada y sólo trataba de seguirme la corriente como si estuviese loco. Y para dejarlo claro me dijo: “Anda, chiquillo. Ven adentro y descansa un rato que mucho sol en la cabeza no es bueno...... Reblandece el seso y se pueden ver visiones”. Y yo ya no supe que decir, porque estaba anonadado y completamente confuso. Y grité otra vez el nombre de ese amigo que ya no estaba, pero no hubo respuesta ni salió de cualquier otro escondite en el que se pudiera haber metido para no dejarse ver por Amalia.
Y sin entender nada, seguí a la mujer y me senté a su lado sin ganas de brevas ni de otra cosa que no fuese aclarar la repentina desaparición de Alfredo. Y quizá sólo para contentarme, Amalia me dijo: “Será mejor que te cuente alguna cosa sobre la gente que vivió en esa casa y que creo que debes saber. Pero come alguna breva que están muy frescas y las cogí para ti esta mañana. Menuda obsesión tienes tú con la casa grande, hijo mío!. Hasta te hace ver lo que no es posible”.


VI
La intriga y las ganas de conocer la historia de los habitantes de la casa grande vencieron mi desilusión y mi contrariedad por la súbita desaparición de Alfredo sin dejar el menor rastro. No estaba dispuesto a admitir que era un espíritu, puesto que a esa edad me tenía por un incrédulo respecto a casi todo lo que significase vida de ultratumba, aunque no me repugnaba la idea de que hubiese vida más allá de este planeta que nos ha tocado en suerte. Pero creer en fantasmas y seres incorpóreos no estaba en mi programa en aquel momento. 
Amalia se arrimó a mí y puso su mano en mi rodilla para decirme: “Pedro, esta historia no debes repetirla delante de otras personas, porque sólo unos pocos conocimos la verdad de los sucesos ocurridos ya hace años en la casa grande. Escucha y no me preguntes nada hasta que acabe de contarte lo ocurrido entonces”. No podía ni tragar por los nervios que me entraron al estar a punto de desvelar el secreto que encerraban las paredes de la casona; y también, saber de primera mano cual era la relación de Amalia con las personas que la ocuparan antaño. Mentiría si digo que no me martilleaba la cabeza el hecho de que Amalia no supiese nada sobre la posible relación de Alfredo con esa gente,  y mucho más esa misteriosa desaparición del chaval, puesto que ni ella pudo verlo ni yo lo vi tampoco desde que me dirigí a ella para presentárselo. Y que estuviera conmigo era un hecho cierto y tan real como yo mismo. Sin embargo, me era imposible encontrar una explicación lógica para tranquilizarme y poder escuchar a Amalia  poniendo los cinco sentidos en sus palabras.
Y cuando comenzó a hablar, ya me olvidé de paladear con gusto las hermosas brevas que me estaba zampando sin pestañear. Y ella me dijo: “En esa casa pasaron cosas que nunca debieron ocurrir...... Y puedo asegurarte sin miedo a equivocarme y ya sin rencor en mis palabras, que don Amadeo fue el principal responsable”. Amalia miró al frente sin ver nada más que el interior de su memoria para leerla y ser lo más fiel a sus recuerdos; y a mi me recomía el ansia por oír de una vez lo que por fin había prometido revelarme. Y prosiguió: “La mujer del retrato no era doña Adela. Era doña Regina, la madre de don Amadeo. Y su mirada era penetrante y a veces tan fría como cuando un gato se dispone a dar un zarpazo o cazar una rata. Pero no era mala mujer y hasta podía ser cariñosa con quienes ella consideraba merecedores de su afecto. Quedara viuda muy joven y ella supo enfrentarse a la vida por si sola y no sólo mantener la hacienda de su marido, sino aumentarla y atesorar un cuantioso patrimonio para su único hijo Amadeo. Ella lo crió y educó y durante años dirigió aquella casa y toda sus fincas y propiedades con acierto y prudencia. Y también ayudó al hijo a encontrar una esposa que fuese una buena madre para sus descendientes. Y principalmente con una considerable dote que viniese a acrecer el caudal de su hijo. Y esa dama, también rica y bien educada, fue doña Adela”.
Amalia se interrumpió y levantándose del asiento me preguntó: “Quieres beber agua fresca del pozo?...... A mí se seca la boca con estos recuerdos y necesito mojarla para que mis palabras salgan de mi garganta...... Traeré una jarra y dos vasos por si luego te apetece..... No vaya a ser que no te bajen bien las brevas y se te forme una bola en el estómago....... Espera que ahora vuelvo”. Y ella se fue a la cocina y me quedé mirando hacia la puerta como si dudase que volviera o que también se volatilizase como Alfredo. Y en eso, mientras palpaba varias brevas para coger la más madura, escuche que alguien me nombraba desde fuera de la casa. Y me levanté como un rayo y vi por la ventana. Y mi sorpresa fue mayúscula al ver a Alfredo otra vez. Y le dije bajando la voz, pero procurando que llegase el sonido hasta él: “Por qué te escondes y me dejas quedar como un idiota?.... Amalia es amiga mía y es una buena mujer que nunca hizo mal a nadie y menos a un amigo mío. Entra y verás como se alegra de conocerte..... Vamos!...... Empuja la puerta porque está abierta”. Y al escuchar que Amalia regresaba me volví para decirle muy ufano que allí, en la entrada de la casa, estaba Alfredo, pero al mirar de nuevo hacia fuera el muy cabrón ya se había escondido de nuevo. 
Y Amalia me preguntó: “Qué miras?”. Y yo sólo pude decirle que nada en particular. “Tan sólo tomaba el aire”, añadí con cara de mentir sin el menor pudor. Pero no quería volver a quedar como un bobo de baba y repetir de nuevo la escena de la llegada, que me resultó bastante humillante por parecer medio lelo y hasta creer que veía visones y mis horas con Alfredo solamente eran pura invención de mi fantasía. Y ahora lo que me interesaba era que Amalia siguiese el relato y no discutir con ella sobre si era verdad o mentira que ese chaval, un tanto raro, eso sí tenía que reconocerlo, existía o nada más que era humo con forma humana que una ilusoria ensoñación me hizo ver. De todos modos pensé que el problema de esa extraña aptitud de mi amigo no era tan grave, pues volvería a aparecer en cuanto dejase la casa de Amalia. Estaba claro que lo que no quería es que ella lo viese; y él sabría cual sería el motivo. Y, desde luego, ya lo aclararía con él más tarde y le sacaría las razones de su proceder aunque fuese a guantazos. Pues la pura verdad era que ya se estaba pasando con tanto salir y volver a meterse en su escondrijo como una vulgar comadreja.
Volvió a sentarse a mi lado y bebió despacio, quizá planificando la mejor manera de continuar el relato de los sucesos acontecidos en la casa grande que pensaba revelarme. Y yo esperé pacientemente que se decidiera a hablar otra vez, acomodándome en el asiento para no perderme detalle. Y Amalia me contó que, al año de casados, don Amadeo y doña Adela tuvieron una hija, cuyo parto casi le cuesta la vida a las dos mujeres y por eso le pusieron el nombre de la santa del día de su nacimiento. Clara, en honor de la santa, por si acaso por su intercesión se salvaran madre e hija. La niña colmó la felicidad de la madre y de la abuela, doña Regina, pero a don Amadeo le hubiera gustado más que afuera varón en lugar de hembra y le costó algún tiempo ver a la niña con ojos de amoroso padre. 
Y al año siguiente el destino vino a satisfacer el deseo de don Amadeo por ver la continuidad de su estirpe asegurada y su mujer dio a luz un precioso niño al que le pusieron el nombre de su abuelo materno, el noble señor que mayor numero se tierras poseía en toda la comarca. La criatura fue el centro de atención de la vida de la casa grande desde su nacimiento y relegó a un segundo plano a su hermana Clara, que no sólo crecía hermosa y sana, sino además era lista y con una entereza en su carácter que ya la quisieran muchos hombres destinados a mover el mundo con sus actos. Y la niña quería a su hermano y no se sentía desplazada por él en el afecto de sus padres y menos de su abuela, pues ésta adoraba a esa nieta que le recordaba sus años mozos y mostraba una manera de ser muy similar a la suya. Aunque sus ojos y esa particular manera de mirar la tuviese el nieto y no la niña. Ambas eran mujeres fuertes en contraposición a la blandura y la docilidad de doña Adela, que vivía sometida a la voluntad y deseos del marido sin hacer valer su criterio para nada. Y él abusaba de sus privilegios de esposo y la tenía literalmente metida en un puño. 
Amalia tomó brío en su relato y dijo: “Clara siempre fue una persona que no se dejaba influenciar demasiado por nadie y mantenía sus propios criterios respecto a casi todo; y en particular sobre cuestiones como la amistad. Así, aun en contra de la opinión de don Amadeo, al que no le gustaba que sus hijos anduviesen con niños de inferior clase social que la suya, Clara pronto hizo buenas migas conmigo y nos elegimos mutuamente como amigas. De esas amigas que se cuentan todo y saben disfrutar juntas de las cosas más sencillas, pero que a la larga son las que mejores recuerdos nos dejan en esta vida. Solíamos jugar más en mi casa que en la suya, porque yo no iba a la casa grande si estaba allí don Amadeo. Cosa que ocurría con frecuencia, dado que se ausentaba oficialmente por negocios, pero más tarde se rumoreaba que mantenía una querida en la ciudad...... Bueno, tanto entonces como ahora esas cosas eran y son frecuentes entre los hombres de cierta posición. Y hasta en algunos casos con ello les hacen un favor a sus mujeres oficiales, pues no todas están enamorados de sus maridos, o la pasión ya se apagó con el tiempo, y no les resulta un plato de gusto soportar encima de ellas el peso de la barriga del hombre que les cayó en suerte, aunque sólo sea de pascuas a ramos”. Y Amalia hizo otra pausa para tomar otro trago de agua pasándolo por su garganta con demasiado parsimonia para mi ansiedad y prisas por llegar al meollo principal del tema con el que me tenía ensimismado. 
Y la azucé para que continuase y ella me miró sonriente y me recordó que las prisas nunca eran buenas para nada y menos para digerir bien las cosas. Pero prosiguió contando esos recuerdos de su infancia y juventud. Y me dijo: “Clara y yo fuimos las mejores amigas del mundo y nos queríamos a rabiar desde niñas. Y en honor a la verdad he de decirte que tanto doña Regina como doña Adela fueron nuestras cómplices y no sólo encubrían nuestra amistad ante el señor de la casa grande, sino que veían bien que Clara compartiese sus juegos e ilusiones conmigo; y hasta no ponían reparos para que fuésemos solas a bañarnos en el río cuando ya estábamos al final de la niñez..... Lo pasábamos en grande las dos, pero siempre teníamos que soportar al hermano que la tenía tomada con nosotras y gozaba tirándonos del pelo llamándonos cursis, o metiéndose en nuestros juegos para chafarnos la diversión. Era un plasta, como decís ahora. Y nos seguía hasta el río sin que nos diésemos cuenta. Y cuando estábamos en el agua buceaba para agarrarnos por los pies y hundirnos para que tragásemos agua. Nos parecía un completo cafre aquel niño, pero entonces no nos dábamos cuenta que se sentía solo y se celaba de nuestra complicidad. Se creía con derecho a ser el centro de nuestra atención y al ver que lo dejábamos a un lado se revolvía y pretendía hacernos la vida imposible con el único fin de llamar la atención. Muchas riñas se llevó a causa de sus travesuras, porque la abuela no le consentía que fuese tan incordiante. Y la madre, más complaciente con su hijo, le permitía más cosas, pero también le regañaba cuando se pasaba con nosotras dos”.
Y se hizo otra parada en el relato. Y esta vez no dije nada y aguardé con paciencia que Amalia retomase el hilo de la historia. Y continuó: “Así fue la relación entre nosotras y con su hermano durante la niñez. Pero al llegar a la adolescencia él cambió de pronto. En un solo día se produjo su transformación. De ser un niño se convirtió en un muchacho ante mis ojos. Un chico guapo y derecho como un junco que tenía en su cuerpo la flexibilidad del mimbre....... Clara y yo estábamos en el río a media tarde, charlando de nuestras cosas, y sin advertir su presencia ella me propuso darnos un chapuzón desnudas. Y a mí, que no hacía falta que me insistiesen en cosas de ese tipo, me adelanté a ella en quitarme el bañador y correr hacia el agua. Pero apareció él. Surgió de entre unas matas sin nada que tapase su cuerpo y me quedé parada en seco sin poder dejar de mirarlo. Lo vi tan hermoso y tan cambiado que no pude decir ni una palabra. El niño de ayer era un joven que me dejó sin respiración y me hubiera cortado el hipo de haberlo tenido en ese momento.......  Clara le llamo guarro y cubriéndose el pecho con el bañador le gritó para que se marchase. Pero él no se movió ni se cubrió con las manos el sexo y yo sentí un sudor por mi espalda que me paralizó”. Y la mujer le dio otro sorbo al vaso de agua y esta vez no pude reprimirme y le atosigué para que hablara. 
Y ella habló no para mí sino para ella misma: “Nosotras éramos dos adolescentes agraciadas, por no decir bellas. Pero él me pareció el joven más guapo de la tierra y aquel cuerpo me impresionó y se grabó en mi alma dejándola tocada para siempre. Y al ver sus ojos grises observé un brillo distinto y me di cuenta que su gesto y su cara eran diferentes también. No me miraba como lo había hecho hasta el día anterior. Parecía otra persona y su chispa maliciosa de antes se tornaba en una mirada profunda e incluso dulce........ Entonces, lejos de avergonzarse de su desnudez, se acercó a mí y cogiéndome de la mano me dijo que corriese con él hasta el agua para nadar juntos...... Y yo obedecí y me fui de su mano como una cordera. Clara se enfadó conmigo y me llamó tonta, pero no tardó ni diez minutos en seguirnos y venir a refrescarse en la frialdad de aquel río que a partir de entonces sería testigo de algo más que de la simple amistad entre tres jóvenes con ansias de vivir”. 
Y Amalia se calló otra vez y al insistirle para que continuase me dijo que estaba demasiado cansada para seguir contándome más cosas. Que lo dejásemos para el día siguiente y me prometía terminar de contármelo todo cuando fuese a verla por la tarde. Me sentí como si me quitasen algo muy importante o me abandonasen en medio de un gentío en plena plaza pública. Pero noté que Amalia estaba sudando y, sin embargo, daba la impresión que un hondo escalofrío sacudía su cuerpo por dentro como si estuviese helada. Hasta su cara palideció y, muy a mi pesar me despedí y me marché de su casa. Y nada más dar unos pasos por el camino, oí la voz de Alfredo a mi espalda y poniéndome una mano en el hombro me dijo como si no se hubiese separado de mi lado en todo ese tiempo: “Te acompaño hasta el puente como te prometí......... Y mañana te espero en mi casa para volver al río”.


VII
Estaba tan decepcionado por no continuar Amalia con la historia de la casa grande y en cierto modo la suya, que al ver de nuevo a Alfredo a mi lado como si nada hubiese ocurrido y no se apartase ni un solo instante de mí, casi le doy una hostia bien dada, pero me contuve y solamente le pregunté por que coño no quería que lo viese Amalia. Y él, con la mayor naturalidad de este mundo, me contestó que no era el mejor momento para dejarse ver por nadie que no fuese yo. Y eso sí colmó mi paciencia y le dije que era el tipo más raro que había conocido en mi incipiente vida de casi adulto. Pero él se rió y me dio una fuerte palmada en la espalda que me hizo trastabillar sin llegar a caerme porque el propio Alfredo me sujetó por un brazo.
Y llegamos al puente y ese muchacho que me tenía cada vez más desconcertado me advirtió que no pasaba de ese punto. Me dijo adiós y que me esperaba en la casa grande al día siguiente; y con la misma se dio media vuelta y echó a correr como un conejo perseguido por el zorro. Me que dé mirando como se alejaba y se iba haciendo cada vez más pequeño en la distancia y me alegré que al menos por esta vez no se hubiese volatilizado como ocurriera en la casa de Amalia. Pero no dejaba de ser muy raro el proceder del muchacho y seguí camino hacia mi casa, temiendo la bronca que me echaría mi madre por tardar tanto en volver del río. No se oponía a que me divirtiese y lo pasase lo mejor posible fuera de mi ambiente en la ciudad y sin tener cerca a mis amigos de costumbre, pero no le gustaba nada que llegase a casa demasiado tarde, o más allá de la hora considerada por ella como prudente, que normalmente nunca coincidía con mi criterio sobre esa cuestión. 
Mas esa tarde, ya a punto de oscurecer, mi madre sólo me preguntó que tal lo había pasado; y yo le conté a medias lo referente a Alfredo, pasando por alto sus apariciones y desapariciones repentinas y callándome también que Amalia me estaba contando vivencias de sus años mozos. Y a punto estuve de preguntarle a mi madre si ella recordaba algo sobre los dueños de la casa grande, puesto que de ese pueblo eran sus padres y ella naciera y viviera allí hasta que se casó con mi padre. Pero no me atreví y dándole un beso en la mejilla le dije que tenía hambre. Lo cual no era del todo cierto, pero sabía que a ella siempre le gustaba oír que tenía apetito. Decía que eso era un inequívoco signo de salud; y estando en el crecimiento debía comer mucho. Pero ya en la cama, a solas con mis pensamientos y aspiraciones, que nada más comenzar a realizarse se quedaran pospuestas para el día siguiente, me costó coger el sueño y anduve dándole vueltas a la cabeza con todo lo que me había pasado en esa tarde desde que conocí a Alfredo. 
Tenía más de irreal que de ser verdadero tanto el personaje como cuanto sucediera junto a él, pero yo no podía dudar ni negarme a mí mismo que ese chico tan extraño estuviera conmigo todo ese tiempo, incluso mientras se escondía de Amalia, pues en cuanto ella me dejaba solo él me llamaba y podía ver de nuevo su media sonrisa como si todo ese juego que se traía fuese de lo más natural. Y hasta pudiera ser que lo fuese y el raro sería yo y no él. E hice balance de esa experiencia con Alfredo y de lo que ya me contara Amalia sobre sus años mozos más que respecto de los personajes que habitaran la casa grande. Y me centré en cuanto me dijo acerca de la atracción que surgiera entre ella y el hermano de su amiga Clara, que me hizo gracia, pues nos cuesta imaginar que las personas que conocemos de mayores, fueran jóvenes como nosotros alguna vez y sintieran los mismos deseos y sentimientos que podamos tener nosotros a su misa edad. Quise verla con tan sólo quince o dieciséis años, en pleno florecimiento de su sexualidad, cautivada y repentinamente aducida a otra dimensión desconocida hasta entonces, y transfigurándose ella misma a los ojos del muchacho, tal y como él cambiaba de niño a hombre a los ojos de Amalia.
Y me sorprendí yo mismo al darme cuenta que, como a ella le ocurriera con aquel otro muchacho, Alfredo mudara su aspecto inicial a mis ojos y ya no sólo era un mocoso impertinente con el que me había peleado, sino que lo consideraba un amigo muy especial. Y al mirarlo desnudo en el río, no me percaté bien que este chaval me gustaba demasiado no sólo en plan de camarada, sino también como persona. Es decir, me agradaba su manera de ser y de ver las cosas. Pero, en la forzada vigilia insomne y al tibio calor de la noche, las sombras de mi entorno me hicieron ver más allá y caí en la cuenta que además de su personalidad también me atraían otras cualidades del chico; y no pocas eran solamente físicas.
Nunca me había fijado en el cuerpo de otro muchacho, fuese de mi edad o mayor que yo, y, sin embargo, al ver desnudo a Alfredo mis ojos se detuvieron en sus formas y me parecieron más que agradables a la vista. Y hasta si me apurasen en esos instantes, tal y como ahora lo recuerdo, hubiera admitido lleno de vergüenza y con los mofletes encendidos de rubor, que me excitó sexualmente al tocarlo y sentir su respiración y los latidos de su corazón cerca de mí. Me pareció distinto al chaval del jardín con el que me peleara y su pecho, sus brazos, y las piernas ya con vello, produjeron una reacción especial en mi entrepierna. Ya no era un niño, sino un joven guapo y bien hecho; y a pesar de no ser más alto que yo y quizás menos musculoso, su cuerpo resultaba muy armónico y se le notaba tan ágil y con una atrayente elasticidad en todos sus movimientos. Y sin darme cuenta, al imaginarlo en la oscuridad, me excité otra vez. Mas rechacé esa idea y me corté yo solo al ser consciente de que otro joven me estaba turbando la paz y el sueño. Mi miembro se desinfló despacio y me debí quedar dormido temiendo que volviese a mi mente la imagen de la deliciosa desnudez de Alfredo. 
Cuando me desperté por la mañana, bastante temprano para mi costumbre durante el verano, lo primero que me asaltó fue la idea de ver otra vez a ese chico imprevisible y se me hizo muy larga esa mañana en espera de poder ir al río y tener esa excusa para pasar por la casa grande y estar con mi nuevo amigo, que se me estaba haciendo imprescindible a tan sólo unas horas de pasarla juntos. Estuve nervioso y muy inquieto, tanto que mi madre me lo notó y me preguntó cual era el motivo de esa desazón que me tenía en vilo. Y nada más tomar el postre al mediodía me inventé algo que justificase que me fuera antes de casa y no esperar a que bajase algo más el sol. Corrí como un loco en cuanto ya no podían verme desde mi casa. Y crucé el puente lleno de ansias renovadas por oír a Amalia, pero quizás mucho más por encontrarme con Alfredo e ir juntos al río a bañarnos desnudos. 
Y hasta desee que Amalia no me viese pasar y dejar la charla con ella para la vuelta, pero me salió al paso, saliendo de su huerta, y me saludó con una sonrisa tan amplia como sincera. Yo no pude eludir hablarle y ella me ofreció como siempre una fruta recién arrancada del árbol, una pera de agua esta vez, y me ofreció una silla de mimbre para poder charlar con tranquilidad. Yo no podía reprimir mis nervios y mis ganas de irme, pero ella, sin darme tiempo a decir nada, empezó su relato en el punto que lo dejara el día anterior. Y me dijo: “Desde aquel día ya no pude pensar en otra cosa que en volver a ver al hermano de Clara. Y no sólo desnudo, sino de cualquier manera que se presentara ante mis ojos. Por las noches soñaba con él y mi piel sentía sus imaginarias caricias con tanta realidad como mis labios sus besos. Me enamoré como una tonta de aquel muchacho y cuanto más tiempo pasaba más deseaba ser suya y estar en sus brazos...... Teníamos que vernos por fuerza, pues yo estaba a diario con su hermana; y él también hacía lo imposible por venir con nosotras al río o acompañarnos a cualquier parte tan sólo por estar conmigo y poder cogerme una mano o darme un beso medio furtivo cuando no miraba Clara; o hacía que no veía, pero se daba perfecta cuenta de lo que pasaba entre su hermano y yo”.
Amalia quedó en silencio y yo esta vez no estaba dispuesto a quedarme a medias como la tarde anterior. Y le insistí que prosiguiera el relato de sus recuerdos de moza. Y ella, mirándome de frente a los ojos, me dijo: “Pedro, no sé si debo contarte ciertas cosas.... A veces te veo todavía muy niño para saber algunos detalles de la vida de los adultos y otras ya creo que eres todo un hombre suficientemente maduro como para saber los misterios que albergamos en el corazón los humanos...... El caso es que aquel chico y yo nos fuimos enamorando sin reparar en las consecuencias. Y cuando quisimos analizar la situación ya era tarde para entender que lo correcto en opinión de los mayores, no coincidía con lo que nosotros queríamos, ni tampoco se compaginaba con la idea que nos forjamos lentamente sobre nuestro futuro juntos. Clara nos secundaba, pero estaba su familia y fundamentalmente don Amadeo, que no transigiría de buen grado con la situación que pudiéramos plantearle su hijo y yo...... Y día tras día fuimos creando un mundo a nuestra medida sin contar con la opinión de nadie más, ni siquiera de Clara, aunque ella no veía mal esa relación ni por supuesto le desagradaba que yo me convirtiese en su cuñada.”
Y como Amalia volvió a callar y se levanto de la silla, yo le dije casi con un grito de desesperada curiosidad: “Y que paso?”. Ella se volvió hacia mí y respondió: “Simplemente lo que tenía que pasar”. Y salió de la habitación dejándome con cara de bobo y lamiendo esa intriga que me dejaba prendido en el aire. Cuando regresó junto a mí su cara era diferente y llevaba la vista perdida en el pasado. No hablé ni pregunté nada. Y noté que Amalia no deseaba seguir contando nada más. Y ella me recordó la hora que era y que seguramente tenía ganas de llegar cuanto antes al río. 
Me quedé chafado, pero no quise insistir y le dije que volvería a visitarla de vuelta  a casa, sobre la hora de la merienda. Eso era la más clara insinuación, no sólo de que me tuviese preparado algo rico, como una fruta jugosa, sino además que ya no me iría sin saber algo más sustancioso sobre su historia. Y me levanté y salí al camino con prisa por llegar cuanto antes a la casa grande donde imaginaba que ya me esperaba Alfredo. Tenía la ilusión y unas ganas enormes de verlo y tocarlo aunque sólo fuese para darle una palmada en la espalda como un gesto de sana camaradería. Porque, en mis adentros, lo quería como ese gran amigo que siempre deseamos tener a esa edad en que estamos a punto de dejar definitivamente la niñez y ya olemos y notamos los vapores de la edad adulta, pero que aún estamos a caballo de una indolencia propia de la fogosa juventud, sin darnos cuenta exacta de lo que tenemos ante las narices. Ni tampoco nos percatamos de la importancia real de las cosas, a criterio de los mayores, puesto que para nosotros los valores y la vara de medir todo y algunas cuestiones que se nos abren de nuevas, como el sexo, es diferente a lo que ellos piensan y dan por sentado. Y en muchos aspectos todavía no sé muy bien quienes están acertados y quienes errados en su estimación. 
El asunto que ahora interesa es que llegué casi volando a las verjas de la casa grande y me aferré a ellas con ambas manos esperando oír la voz de mi amigo. Miré hacia los dos lados de la puerta, pero no veía ni rastro de él. Y eso empezó a preocuparme. Y como una centella de azul incandescencia me fulminó la mente el temor a haber soñado con una imagen no real. O lo que sería mucho peor, aceptar las socarronas palabras de amalia cuando me dijo si creía en fantasmas. Y no podía ser eso!. Ningún espíritu puede tomar forma tan concreta que puedas abrazarlo y agarrarlo con fuerza y deseo de besarlo y retenerlo entre los brazos para aspirar y embotarte de su olor y el aire que mueve al agitarse contigo dentro y fuera del agua de ese río que nos esperaba impaciente a los dos, como si ya fuésemos solo uno.    

VIII
No daba crédito a lo que mi propia mente estaba a punto de dar por cierto y no me quise rendir a esa aparente evidencia de no ser más que una ensoñación lo pasado con Alfredo la tarde anterior. Me fui derecho al punto por donde había entrado en la finca la otra vez y miré para todos lados antes de dirigir mis pasos a la casa para comprobar si algo podía indicarme que no era pura fantasía aquel muchacho de ojos grises. Iba sin poder resistir el afán de llegar a la sala donde estaba el retrato de la anciana dama, pero nada más dar los primeros pasos sobre la infinidad de ramas secas esparcidas por la tierra, sonó risueña la voz de Alfredo a mi espalda: “Dónde vas tan rápido?”. “A buscarte”, respondí con una expresión en mi cara que ahora pienso que fue mejor no vérmela. Y el otro rapaz añadió sin inmutarse lo más mínimo ante mi expresión desesperada: “No sé si tú me lo has dicho o lo soñé esta noche, pero creo que te gustan las moras y fui a cogerlas. Además pensé que no vendrías tan temprano. Todavía hace demasiado calor para bajar al río...... Tienen una pinta que están para comerlas!....... A que sí?”. “Sí”, me limité a contestar sin dejar de mirar los ojos de Alfredo.
Y todavía lo vi más atractivo que el día anterior en el agua, pues no llevaba puesta ninguna camisa y sólo se tapaba sus partes con un escaso paño blanco que dejaba salir y ver por debajo la punta del pene. Ese entrever de su sexo por el borde inferior de la tela me obligó a clavar la mirada en ese punto concreto, sin reparar que el mío, mi miembro, cabeceaba inquieto y temí que volviese a apoderarse de mí la excitación padecida antes de dormirme. Alfredo no parecía darse cuenta de nada, o no le daba importancia a que yo estuviese a un tris de empalmarme al verlo de esa guisa, y me dijo: “Hay que lavarlas antes de comerlas, porque mi madre siempre dice que no se debe meter en la boca nada que esté sucio....... Y las moras siempre tienen polvo encima...... Además están demasiado calientes y es mejor refrescarlas........ Todo está mucho más rico si está fresco. Verdad?”. Y yo dije: “Sí”. Y entramos en la casa por la cocina para lavar las moras y poder refrescarlas un poco. Y lo que yo necesitaba era calmarme, pues aún estaba nervioso al creerlo un espíritu y no un chaval tan vivo como yo, y me hacía falta refrescarme como las moras; cosa que no sería tan fácil de conseguir mientras viese el pito de Alfredo asomado por uno de sus muslos.
En el mismo canastillo donde recogiera las moras, Alfredo las lavó bajo el grifo y dejó que escurriese bien el agua para ofrecérmelas diciéndome: “Coge, y verás que buenas son estas moras. La zarza está en la parte de atrás de las cuadras. Luego podemos verlas, porque tenemos tiempo para ir a bañarnos....... Antes había varios caballos en ellas, pero ahora no queda ninguno. Pero voy a volver a tener al menos un caballo. Aunque sé que a mi madre no le gusta esa idea....... A ti no te gusta montar?”. “Sí”, respondí, Y de inmediato añadí: “Pero no sé si sabré, porque nunca me subí a un caballo”. “Es fácil, ya lo verás”, dijo Alfredo como si el animal ya estuviese ensillado y esperándonos en la cuadra. Y volvió a acercarme el canasto para que cogiese más moras. 
“Nos van a hacer daño”, dije después de ponernos los dos morados, nunca mejor dicha esa frase tras zampar tantas bayas silvestres. Y él ser rió y me gritó: “Echamos una carrera hasta las cuadras y el que llegue antes puede hacerle al otro lo que le dé la gana!”. Y sin más salió corriendo de la casa y yo detrás suya sin saber hacia donde debía correr, pues no conocía en que lugar se hallaban esas dichosas cuadras de las que me hablaba mi amigo. Pero corrí como un loco con Alfredo sin verdadera intención de ganar la carrera, sino de ir a su altura nada más. La diferencia en la competición estaba en que él conocía el lugar de la meta y yo tenía que limitarme a ir a su vera sin dejar que me sacase ventaja, pero sin poder rebasarlo, pues no sabría hacia donde tirar sin llevarlo de guía.
Y tras unos robustos castaños vi unos muros de piedra que me hicieron sospechar que ese era el final de la contienda. Y así era y la cuadra se dejó ver en toda su extensión, que no era pequeña, y entramos en ella y me quedé pasmado al ver los pesebres vacíos y sucios que debieron albergar antaño bellos ejemplares para arrastrar algún lustroso coche o lucirse al trote montados por un avezado jinete. Ahora sólo quedaba en ellas el recuerdo de lo que fueran y hasta las moscas se habían ido a otra parte por falta de animales a los que molestar, obligándoles a menear la cola y dar coces al suelo. Pero para mis adentros reconocí que eran, o mejor fueran unas cuadras de lujo dignas de consideración y elogio. Alfredo estaba satisfecho al enseñarme sus cuadras y volvió a decirme que cuando tuviese un caballo lo montaríamos los dos e iríamos al río galopando sin bridas ni albarda. 
Y lo único que se me ocurrió decirle fue que así nos caeríamos sin tener estribos para apoyar los pies. Y aunque nos sostuviésemos apretando las rodillas contra la panza del caballo, nos dolería el culo al votar sobre el lomo sin nada que amortiguase el contacto. De tanto subir y bajar, nuestras nalgas iban a quedar tan coloradas como el culo de un mandril. A Alfredo le hizo mucha gracia mi salida y me agarró por detrás para achucharme y soplarme detrás de las orejas. Nunca me habían hecho eso, pero hizo que una corriente recorriese mi espina dorsal. Y le grité que me soltase y que parecía medio tonto por hacer esas cosas. Pero el chico no me soltó y añadió: “Yo gané la carrera y puedo hacerte lo que quiera”. Protesté y le dije que no era cierto y que nadie había ganado porque entramos en la cuadra al mismo tiempo. Pero él añadió: “No es verdad. Y lo sabes. Tú ibas a mi paso, pero un milímetro más atrás. Y yo gané........ Ahora me perteneces y puedo hacer lo que me de la gana. Ese era el premio para el ganador y yo soy quien lo merezco”. Y esta vez me callé y no dije nada. Pero temblé al notar que el se acercaba más a mí y ya sentía su pecho muy pegado a mi espalda y su aliento en mi nuca humedeciéndome por dentro sin saber que me estaba pasando apresado entre los brazos de Alfredo.
Yo estaba muy quieto y sólo aguardaba algo que no podía o no quería ni imaginar. Y Alfredo me giró hacia él y sin pestañear acercó su boca a la mía y me besó. Estuvimos con los labios pegados un instante, pero en ese momento me pareció interminable aquel beso. Y ahora, que el tiempo aleja esos días y puedo verlo todo con más perspectiva, creo que solamente deseé que ese beso no terminara nunca, pero que en realidad fue un simple beso sin más intención que cobrarse una apuesta con algo que pudiera extrañar al perdedor por inesperado y poco corriente entre dos amigos. Pero eso pienso ahora, pero entonces supuse o quise creer algo muy distinto.
Después Alfredo me dijo que ya era hora de bañarse en el río y salió corriendo otra vez. Yo le grite: “Para, hostia!....... Es que piensas ir medio en pelotas?”. Y él me contestó: “Y qué más da!....... Allí vamos a estar desnudos.... Para qué queremos llevar pantalones o bañador?”. “Me parto el culo de risa contigo!”, exclamé. “Y si nos ve alguien?”, pregunté, dando por hecho tal posibilidad. “Y quién nos va a ver?...... Tú ya conoces mi culo y mi pito y yo los tuyos. Así que no hay por qué tener vergüenza. Vamos y no seas memo....... Tu vete vestido si quieres, pero puedes dejar la ropa en mi casa y luego ya te vestirás cuando volvamos del río..... Te daré otro trapo para ponerte e iremos más frescos los dos”. Y ni corto ni perezoso Alfredo me agarró por una mano y me arrastró a la casa.
Subimos a su dormitorio y del armario sacó otro paño parecido al que él llevaba puesto y me ordenó (porque esa es al palabra adecuada) desnudarme. Y le obedecí y me quedé en cueros delante de sus narices. Y él extendió el trapo con las dos manso y me rodeó el culo y el bajo vientre para enrollarlo y dejarme el sexo medio tapado. Y así, sin otra ropa, nos fuimos al río a bañarnos y volver a jugar en el agua como dos críos. Y esa tarde no pudimos ser más felices los dos hasta terminar agotados y tumbados sobre la hierba. 
Allí, acostados boca arriba, muy cansados de nadar y darnos un sin fin de chapuzones, Alfredo me preguntó: “Por qué eres tan amigo de Amalia?”. “Me cae bien”, contesté. Y agregué sin darle tiempo a hablar de nuevo: “Es una buena mujer y me trata con mucha amabilidad y cariño..... Y no sé por qué tú no quisiste conocerla o saludarla al menos....... Me pareció mal eso y no entiendo el motivo por el que no quieres que ella te vea..... Hoy vendrás conmigo a su casa y verás como te gusta estar con ella y puede que también te cuente cosas de su juventud que a mí me interesan mucho”. “Qué va a saber ella que pueda interesarme a mí?”, exclamó Alfredo muy seguro de si mismo. Y yo enseguida le respondí: “Pues muchas cosas, porque sabe bastante más de lo que imaginas sobre la casa grande y quienes fueron sus dueños...... Ya me contó algo, pero todavía tiene mucho guardado en su memoria para decirme”. “Yo ya sé todo lo que debo saber sobre mi familia y esa casa que ahora es sólo mía........ Y no necesito que nadie me cuente historias ni me diga nada sobre ellos....... Hace tiempo que lo sé todo y eso no arreglará nada ahora..... Ya no puede repararse lo que hicieron mal entonces....... Por eso no quiero verla ni que ella ni nadie me vea a mí”. “Y por qué estás conmigo entonces?.... Sólo yo puedo verte?”, dije muy alterado. “Sí...... Sólo me interesa tu compañía y que seas mi amigo....... Con el resto no quiero nada y por eso no deben verme ni deseo ver a nadie más....... Sólo tú puedes comprenderme y conocerme tal y como soy de verdad...... Porque además yo te quiero, Pedro. Y sé que tú también me quieres a mí y necesitas estar conmigo como yo contigo...... Nos necesitamos los dos más de lo que tú crees”. Y con estas palabras Alfredo me dejó anonado y todavía más perplejo que cuando la tarde anterior se fue corriendo al llegar al puente, sin darme una explicación lógica del motivo por el que no quería atravesarlo.
Volvimos a su casa y me vestí con mi ropa para irme a casa de Amalia y luego a la mía. Y le pregunté: “Vas a venir conmigo hasta el puente?”. “Sí...... Pero no entraré en casa de Amalia..... Te esperaré fuera y al llegar al puente nos despedimos hasta mañana. Porque vendrás a buscarme otra vez para ir al río, verdad?”, me dijo al tiempo que se vestía unos pantalones cortos. Y respondí: “Sí...... Claro que iré a tu casa y luego estaremos el resto de la tarde en el río jugando en el agua, desnudos y libres de cualquier atadura que no sean nuestros propios brazos..... Volveré a buscarte mañana y todos los días mientras esté en el pueblo....... Y tú me esperarás?”. “Sí....... Creo que ya sabes que te esperaré todos los días. Pedro, yo te esperaré siempre y mientras quieras venir a buscarme. Allí estaré. En mi casa. E iré a coger moras para ti y para mí. Porque ya no me hago a la idea de pasar el tiempo sin pensar en volver a verte y esperar a que llegues....... Ahora somos amigos. Más que amigos!. Camaradas!. Verdaderos colegas!, que es mucho mejor”.
Caminábamos despacio hacia la casa de Amalia y mis sentimientos estaban partidos ante la perspectiva de conocer más sobre la vida de aquella mujer y de la casa grande; y, al mismo tiempo, desazonado al saber que en cuanto llegase al puente Alfredo me dejaría y seguiría solo el camino hasta mi casa. Lo primero estaba por ver y era el deseo y la esperanza que diariamente me llevaba a ver a Amalia, aunque nunca supiese hasta donde llegaría el relato en esa ocasión. Pero lo segundo era algo cierto y que no estaba en mi mano evitarlo ni contaba con recursos bastantes para convencer a Alfredo que no se fuese y me dejase tirado a la entrada del puente. Casi estuve por suplicarle que no lo hiciese y que continuase conmigo hasta el pueblo. Pero no me atreví a decírselo y seguí andando sin mirar otra cosa que mi propia insatisfacción al no encontrar nada que retuviese conmigo a mi amigo Alfredo.
Amalia me vio llegar y me saludó con la mano. Y luego me indicó que me diese prisa. Y al estar más cerca de ella me gritó: “Verás que manzana cogí para ti esta mañana.... Estaba cubierta de humedad a pesar de que las hojas de la cepa la cobijaban del rocío....... Es de las que tanto te gustan!. Y además también te hice otra cosa que yo bien sé que te pirra.... Arroz con leche bien rociado de canela en polvo!. Qué te parece la merienda!”. Joder!. De pronto se me hizo el hambre en el estómago y no pude evitar ir corriendo hasta la puerta de la casa. Y de repente paré en seco y volví la cabeza por si Alfredo aún estaba detrás mía, pero el muy cabrito ya se había escondido. “Qué puta habilidad tiene este mamón para esconderse cuando quiere!”, casi digo a gritos, pero me contuve para no dar explicaciones innecesarias a la buena mujer que me mimaba tanto o más que si fuese mi madre o mi abuela. Aunque su comportamiento conmigo era más propio de una abuela consentidora que de una madre que no debe malcriar a su hijo.
“Primero a merendar”, me dijo Amalia. Y añadió: “Luego te cuento algo más sobre mis mocedades y las gentes que tanto te intrigan........ Vas a terminar soñando con esa dichosa casa y todos los espíritus que la habitan todavía!”. Qué mal sabía ella que ya soñaba con todo eso y aún más, puesto que estaba por medio Alfredo que, para mí, sin duda se estaba volviendo el mayor misterio que guardaba la casona entre sus muros. Mas mi curiosidad era insaciable, mucho más que mi apetito por muy bueno que estuviese el arroz con leche y jugosa la manzana crujiente como el cristal, y me acomodé en un sillón de mimbre para escuchar sin pestañear otra entrega más de la saga de la casa grande y los recuerdos de la propia Amalia.


IX
Casi me había zampado todo el cremoso arroz con leche espolvoreado con canela cuando Amalia retomó de nuevo el relato de sus vivencias. Recuerdo bien lo sabroso que estaba ese arroz y lo bien que me sentó una merienda aderezada además por la expectativa de desgranar los secretos de esa amable mujer y de la casa grande al mismo tiempo. Ella me preguntó como no recordando lo que ya me dijera: “En que quedamos ayer?”. Y yo le contesté: “En que pasó lo que tenía que pasar.....Pero que era lo que tenía que pasar?”. Y Amalia me miró como extrañada de mi inocencia y respondió: “Pues que cuando dos jóvenes tontean y andan enamoriscados y se buscan, se encuentran...... Así de sencillo, hijo mío”. 
Joder!. Esta mujer se estaba poniendo reacia a soltar prenda, o hablarme más claro, que venía a ser lo mismo. E insistí: “Amalia, entre dos jóvenes que se buscan pueden pasar muchas cosas. Pero qué es lo que pasó entre ese chico y tú?”. Ella río y añadió: Nunca creí que resultases ser tan curioso...... Casi un cotilla, diría yo!....... Bueno, pues casi todas las tardes íbamos al río con Clara y nos bañábamos y jugábamos los tres. Y en cuanto Clara se despistaba un poco él me cogía una mano e intentaba besarme los labios. Pero yo me escurría la mayor parte de la veces y lo dejaba tan sólo con el aire de mi aliento rozándole la boca......... Así pasábamos una tarde tras otra y al volver a casa yo me encerraba en mi cuarto y me acariciaba las mejillas y pasaba los dedos por los labios queriendo atrapar ese beso que yo misma me había negado...... Era un juego dulce y agrio al mismo tiempo, pues mi cuerpo se resentía por la calentura que traía del río; y no me refiero sólo por el efecto del sol.......Necesitas beber agua o empapuzarás con el arroz”. 
Y Amalia se levantó sin darme opción a decirle que no quería beber ni hacer nada que no fuese escucharla. Pero, sin embargo, cuando la vi venir con un refrescante vaso de agua recién sacada del pozo, cambié de opinión sobre la necesidad y las ganas de beberla de un trago y sin respirar. Me dijo que no fuese bruto y bebiese más despacio, pero yo ciertamente tenía sed y no sólo de saber, sino de beber también. Y volvió a sentarse y se acomodó ahuecando un cojín para colocárselo tras los riñones. Y me habló otra vez: “Una tarde todo cambió. Clara nos dejó solos con la excusa de ir a la otra orilla a coger unas hierbas, según ella muy buenas para calmar los nervios, y nosotros dos quedamos mirándonos tumbados sobre la hierba. Estábamos a la sombra de un sauce, pero aun así sentimos un calor repentino que nos hizo sudar y tuvimos la necesidad de refrescarnos dentro del agua....... Salimos corriendo de un salto y nos zambullimos juntos surdiendo unos metros bajo el agua como si nos diese miedo sacar la cabeza a la superficie de nuestros propios sentimientos y deseos....... Pero el ardor que nos causaba tal calor no era sólo sobre la piel, sino en las entrañas y no digamos en la entrepierna........... Hijo mío, tú de sobra sabes, o pronto lo sabrás, que cuando el fuego se apodera de ese punto que llevamos ahí abajo, la cosa requiere una urgente solución o todo nuestro organismos andará de cabeza”.
Amalia se puso en pie y fue hacia la ventana como si necesitase aire para continuar su relato. Y sin mirarme ni volver a sentarse, dijo: “Como si nos entendiésemos por medio del pensamiento, salimos del agua y nos cogimos las manos cayendo de rodillas en la hierba. Me besó en la boca. Bueno, en principio sólo fue un beso, pero yo le di pié para que aquello tomase un cariz más intenso y efusivo...... Como se dice hoy, nos dimos un morreo que aún me parece tener en mi lengua la suya y confundir el sabor de su saliva con la mía.......... Se me pone la carne de gallina recordando todo esto......... Cómo se puede desear tanto ser de otra persona!............ Una de sus manos me acarició la cara y se detuvo en mi barbilla; y yo cerré los ojos porque no podía soportar por más tiempo su mirada y el fulgor de unas pupilas que todavía me miran cuando la oscuridad se adueña de mi vida cada noche”. 
Un profundo suspiro y el ademán de retirar una lágrima de sus ojos fue el inicio de otro entreacto que amalia quería hacer en esa confesión que me hacía de sus debilidades de moza. O mejor dicho, de su auténtica vida que ha iluminado todos los años de soledad que se sucedieron después. Y ella añadió: “Me tumbó despacio y él se recostó a mi lado sin dejar de mirarme. Y sin palabras, pero con los labios entreabiertos mostrando un ápice de sonrisa, blanca y uniforme, se puso sobre mí y yo separé mis piernas instintivamente sin que él forzase para nada lo que iba a suceder”. 
Amalia inspiró profundamente y agarrándose las manos hizo una pausa. Me sentí un poco incómodo al asistir al desnudo integral de la conciencia de Amalia y le insinué que no era necesario entrar en detalles, pero ella me hizo callar indicándomelo con el índice sobre su boca y prosiguió: “Me besó tan fuerte que no pude emitir ni un quejido al sentir un agudo dolor dentro de mí......... Y todo pasó demasiado rápido esa vez....... Me estremecí al notar como temblaba su cuerpo y casi me asusta con sus jadeos profundos como si le fuese a faltar el aire. Yo no noté nada más que esa molestia que me quemaba dentro de mis partes y cuando él apoyó su mejilla en la mía, apreté la boca contra su hombro para contener las ganas de llorar......... Fue todo demasiado rápido para saber si aquello merecía la pena”.
Me puse colorado como si quien constase algo íntimo fuese yo y no ella, pero amalia no me dio opción a decir ni una letra, pues siguió hablando: “Pero quizás la mujer siempre pierda la virginidad casi sin darle tiempo a sentir algo más que dolor o por lo menos más molestia que gusto....... No lo sé....... Vosotros los hombres seguramente no tenéis ese problema y la primera vez sólo sea un segundo de excitación y nervios que no dejan más que un regusto para lo que se supone que debe ser ese placer...... Tendría que ser hombre por unos minutos para saberlo y estrenarme con una mujer que fuese primeriza también”. Y mirándome de pronto me preguntó: “Eres virgen aún?......... Nunca has estado con alguna chica?”. “No.... Bueno quiero decir que nunca hice nada de eso con chicas”, dije yo aturullándome al hablar. “Eso quiere decir que no lo has hecho con nadie, o con chicas no, pero sí lo hiciste con otros chicos?, preguntó Amalia. Y yo, sin poder mostrarme ofendido como hubiera deseado hacer, contesté muy encarnado: “Con chicos tampoco!”. Pero me puse tan nervioso que más bien parecía que ella me cogiera en un renuncio. Y la verdad era que a esas alturas no había nada de lo que pudiera avergonzarme. Ni siquiera de empalmarme un poco al jugar con Alfredo. Eso solamente eran cosas de la edad y nada más, como yo mismo me decía para tranquilizarme. 
Hubiese preferido salir de aquella casa y no escuchar nada más, pero Amalia no me dio tiempo a reaccionar y continuó con sus cuitas: “Al volver con nosotros Clara nos encontró cabizbajos y silenciosos, pero no sospechó nada malo ni quiso saber más tarde lo que habíamos hecho su hermano y yo en su ausencia....... Pero después de esa tarde, las miradas que nos cruzábamos él y yo eran distintas y siempre cargadas de tensión y una pasión contenida que nos hacía padecer en lugar de gozar........ Y tuvo que haber una segunda vez para que yo supiese lo que era hacer el amor con un hombre........ También fue a la orilla del río, los dos solos y totalmente desnudos....... Pero esta vez él fue más despacio y me acarició entera y me besó por todas partes. Tocó con sus dedos el centro de mi sexo y lo humedeció con la lengua. Y yo besé el suyo y le lamí y aspiré el olor acre de su virilidad......... Se desató la pasión en nosotros y un escalofrío recorrió mi espalda al sentir que entraba en mí. Lo hizo lentamente esperando a que mi carne se amoldase a la suya y su pene se acomodase en el lugar que yo le entregaba y deseaba reservarlo solamente para él....... Y me amó y yo le amé a él........ Y fue algo tan profundo y largo como la vida misma. O al menos eso me pareció a mí al llegar ese punto en que sientes que dos seres su unen, sacudidos por la misma energía que les da la fuerza para apretarse y querer ser uno solo forzando el abrazo, mientras ambos estremecidos se vacían de vida y se llenan de amor, encendidos por un fuego que sin llamas que quemen te abrasa sin querer salir de la hoguera que los dos prendisteis........ Y una vez que eso se produce,  ya no tiene remedio lo que debe venir a continuación”.
Amalia quedó como desinflada al callarse y me levanté por si ya no quería seguir contando nada más por esa tarde. Lo cierto es que de pronto me entraron unas ganas irresistibles de ver a Alfredo y no sabía muy bien el tiempo que llevaba con Amalia y temí que mi amigo se fuese sin esperar a que saliese de su casa. Sin embargo ella tenía ganas de decirme algo más y me pidió que volviese a sentarme y me ofreció otro poco de arroz con leche para tentar mi gula y posar mi culo de nuevo en la silla. Y acepté el arroz y la silla. Y ella prosiguió el cuento: “Pero puede que la felicidad no sea posible, o que no resulte fácil conseguirla...... Y pronto surgieron los problemas..... Gentes, siempre bien intencionadas, le fueron con el cuento a don Amadeo de que su hijo y heredero andaba tonteando con una chica del pueblo, sin posición social para ser un día la señora de la casa grande. Y se desató la tormenta en casa de don Amadeo. No tuvo que hacer muchas averiguaciones para dar con la atrevida que osaba flirtear con su hijo y llamó a capítulo al muchacho amenazándolo con irse al extranjero a seguir sus estudios para que recapacitase y volviese la cordura a su alocado cerebro........ Doña Adela se llevó un disgusto de muerte, pues yo le caía bien y ella no daba tanta importancia a esas cosas del patrimonio y el apellido. Seguramente porque a ella siempre había tenido todo eso en demasía para darle un aprecio excesivo. Y hasta la abuela de Clara me tenía cariño, porque sabía que era la mejor amiga para su nieta. Lo que no sé es si la matriarca de la familia daría su consentimiento a una boda desigual para su nieto. Nunca dijo nada al respecto, pero tampoco mostró oposición a nuestra relación, ni le dijo a Clara nada en contra mía. A ninguna de las dos mujeres se le pasó por la cabeza la peregrina idea de que yo buscase solamente su fortuna. Cuestión que esgrimió don Amadeo  como la razón de más peso para convencer al resto de que estaba en posesión de la verdad absoluta y no cabía andarse con paños calientes en tales circunstancias...... Su mayor preocupación era el desliz y la posible consecuencia en forma de carne de su carne y sangre de su ilustre familia. Pero eso es lo que desgraciadamente no pudo suceder, porque no hubo más encuentros con el muchacho para poder amarnos más veces y con mayor ternura y pasión que hasta entonces...... No hubo oportunidad de encabronar más a don Amadeo dándole un heredero de su heredero..... Y ahora que lo pienso fríamente, bien lo siento; pues tener un recuerdo tan vivo de mi amor sería el consuelo que me faltó en todos estos años añorando a ese hombre”.
Se tomó un respiro y mirando hacia la ventana continuó: “Tardamos semanas en vernos desde aquel día en que fuimos tan felices. A él le habían prohibido acompañar a su hermana y apenas le dejaban respirar sin ser observado de cerca por su padre o algún criado de la casa de la total confianza del señor. Estaba preso en sus propia casa y ni tan siquiera podía montar a caballo, que era su pasión y su afición favorita....... Adoraba los caballos y presumía de montar muy bien. Y realmente daba gusto verlo cabalgar y hacer que el caballo caracolease y trotase luciendo el tranco perfectamente acompasado que él le enseñara. Sabía de caballos más que su padre y no se quedaba atrás si tenía que emitir su opinión sobre la pureza o nobleza de un nuevo ejemplar........ Y un caballo fue su perdición.......... Después de una violenta discusión con don Amadeo, negándose a ir a un colegio inglés para niños de familia rica y protestando por esa decisión arbitraria de su padre, don Amadeo le dio un bofetón que sonó hasta en el cielo, ofendido por la aptitud de su hijo. Y el muchacho salió del despacho del padre, ciego de rabia, y se fue a las cuadras y montó un pura sangre que le acababan de comprar como regalo de su cumpleaños. El noble animal aún estaba sin domar del todo, pero este rapaz no estaba para atender a razones y se lanzó a todo galope dejando atrás la casa y a su madre desolada y llorando como una magdalena. Clara vino corriendo a mi casa y me lo contó, pero cuando estábamos hablando delante de esta misma ventana, lo vimos venir en su caballo  cortando el viento y se paró de golpe, frenado la montura en seco y obligándola a levantarse de manos. Clavó sus ojos grises en mí y vi por última vez su sonrisa, que se quedó grabada en mi cerebro para no olvidarla jamás......... Pico de nuevo espuelas y salió como un rayo en dirección al puente........ Mi corazón me dio un vuelco y presentí que allí se acababa mi vida.......Al atravesar ese puente el caballo se asustó y los dos saltaron el petril cayendo al río..... El animal se partió el cuello en la caída y el cuerpo del muchacho apareció ahogado y con varios golpes en la cabeza, posiblemente dados contra las piedras o alguna roca........ Esa fue la versión oficial, pero la mía es que hizo saltar al caballo a propósito y se precipitó en el fondo del río para no tener que vivir la vida que intentaba imponerle su padre sin atender a más razones que el puro interés de la familia y el dinero. Se vio atado de por vida a una mujer sin amor hacia ella y soportando una existencia mediocre y sin ilusión........... Y así, de ese modo trágico, casi sin despedirse ni preguntarme si quería ir con él al fin del mundo, Alfredo se fue y desapareció de mi vida sin dejarme otra cosa que desolación y la más profunda de las tristezas”.
Oí ese nombre y mis resortes de alarma se dispararon. “Has dicho Alfredo?”, pregunté por pura fórmula, ya que había escuchado perfectamente el nombre. “Así se llamaba el hermano de Clara”, respondió Amalia. Y por si no fuese suficiente añadió: “Cuando ocurrió eso era casi tan niño como tú. Al menos lo parecía aunque tuviese unos pocos años más...... Fue mi único amor y nunca pude olvidarlo....... Ni he querido hacerlo. Eso puedo jurarlo y sólo desearía volverlo a ver e ir donde quiera que ahora esté para seguir amándonos sin nada que ya nos lo impida...... Lo quise y lo quiero y querré a ese hombre hasta que mi corazón dé el último latido”. Y Amalia esta vez sí calló y sólo volvió a hablar para decirme adiós y hasta mañana.


X
Como si un enjambre de abejas se hubiera instalado en mi cerebro, o mejor sería decir de avispas rabiosas que me aguijoneaban inmisericordes anulando mi capacidad de razonar con claridad, sólo aturdía mis ideas una palabra que repetía sin parar y no era más que un nombre propio, Alfredo. Alfredo se convertía en mi obsesión, incluso mayor que la casa grande. El amor de amalia con sus ojos grises y una sonrisa que hipnotizaba se llamaba Alfredo y muriera en ese mismo puente que el otro, el Alfredo que me acompañaba al río por las tardes y luego hasta ese mismo puente que no quería cruzar. Ese también era Alfredo y sus ojos grises me miraban cautivando mi alma y su sonrisa me prendía a él como si fuese la más dulce miel que llama a las moscas para atraparlas y dejarlas morir pegadas en el panal. Así era mi Alfredo y se parecía demasiado al otro, al de Amalia, para no admitir que tenían mucho en común los dos.
Pero yo no quería ver más allá de lo que mi deseo esperaba para seguir viviendo una aventura inimaginable junto a ese chico. Aunque al cerrar tras de mí la puerta de la casa de Amalia eché a correr escapando de mis propias elucubraciones y sin querer ver hacia atrás para no darme cuata de que pudiera haber otra verdad que no me gustase tanto como la posible ficción que yo mismo creara. Corrí alocadamente, pero no recorrí a penas un par de metros cuando a mi espalda oí su voz otra vez. “Pedro!. Por qué te escapas?..... Es que ya no te acuerdas que estoy aquí?”, me gritó Alfredo. Y este era el mío y no el de Amalia. Me detuve y no me atrevía a mirarlo, pero él me adelantó y se paró frente a mí con esa sonrisa y esa mirada que me desarmaban y me rendían sin poner la más mínima resistencia. Entonces llegué a tener claro que para ese crío no significaban nada ni los segundos, ni los minutos, ni las horas. Y mucho menos tendrían que tener significado para él los días o los años. Me figuré que su existencia no estaba sometida a medida ni dimensión alguna como la del resto de los seres. Su existencia sólo era un destello que por el momento solamente me iluminaba a mí; y eso no sé por qué me hizo sentirme orgulloso y distinto a los demás.
Y ese era mi Alfredo y no el de Amalia y entendí por fin que no debía ni tenía por que compartirlo con nadie más. Era mío y solamente mío y nada importaba ni el antes ni mucho menos el después. Y le pregunté a mi amigo: “Te cansaste de esperar?..... Creo que estuve demasiado tiempo con Amalia....... Me ofreció arroz con leche y como me gusta tanto y ella lo hace tan bien, pues me puse a comerlo y se me pasó el tiempo sin darme cuenta....... Pero ya estoy aquí contigo otra vez”. “Ni me di cuanta del tiempo que pasó...... Hasta puedo decirte que no me separé de ti”, respondió Alfredo, convenciéndome de que efectivamente apenas nos separáramos unos minutos. Y seguimos hacia el puente despacio, retardando a propósito el momento de separarnos otra vez. 
Y yo me atreví a preguntarle: “Cual es el motivo por el que no quieres cruzar el puente?”. “Ya te dije que no se me perdió nada del otro lado y no quiero ir a esa orilla del río. Mi casa está de este lado y yo me siento más seguro aquí”, contestó Alfredo. Estaba tan resulto a no cruzar ese puente que desistí de intentar convencerlo de lo contrario. Pero antes de llegar nos sentamos en una cerca de piedras, bastante baja para impedir a nadie entrar en la finca que pretendía guardar, y nos miramos de frente y sin parpadear ninguno de los dos y yo tomé la iniciativa: “Alfredo, qué harás cuando me vaya?”. “A dónde?”, preguntó él. “A mi casa”, le dije yo. “Ya vas todas las tardes y vuelves otra vez a buscarme“, alegó él como si yo quisiera enredarlo en un sin sentido. “Me refiero a irme del pueblo y volver a mi casa de la ciudad..... Volver a estudiar y a salir con mis amigos....... A eso me refiero”, agregué yo. “Pero volverás otra vez para estar conmigo”, dio por sentado él. Y yo le dije: “Sí....... Claro que volveré, pero será el próximo verano....... Y hasta entonces que harás tú?”. “Esperarte”, me dijo él dando por zanjado el asunto. 
Pero yo no me quedé contento y le pregunté: “Y dónde está tu familia?..... Dónde vives el resto del año?”. “Aquí. En el pueblo........ Ahora vivimos en la casa grande, donde vivieron los abuelos......... No tenemos otro sitio mejor donde ir”, me dijo Alfredo con tanta naturalidad que quise creerle.  E insistí: “Y por qué nunca están ni tu madre ni tu padre en esa casa cuando voy a buscarte?”. El apartó la mirada por un instante y al mirarme otra vez le vi los ojos húmedos y me aclaró: “No tengo padre y mi madre me dejó hace tiempo......... Estaba cansada de arrastrar un vida muy amarga para ella........ Ahora yo soy toda mi familia a no ser que tú quieras serlo y así seremos dos y no estaré solo”. Me desarmó de tal modo que lo abracé y sin darme cuenta busqué sus labios y los besé. No se apartó ni rechazó mi beso y volví a besarle la boca consciente de que eso era lo que deseaba hacer.
Seguimos hasta el puente y al llegar a ese punto Alfredo se despidió hasta el día siguiente y yo le contesté y moví la mano en un adiós incompleto. Mas antes de que él se diese la vuelta y echase a correr como había hecho el día anterior, le pregunté de sopetón: “Como se llama tu madre?”. “Clara........ Se llama Clara”, me gritó Alfredo al alejarse. “Clara!”, exclamé rebobinando la información que me diera Amalia. Si su madre era Clara, Alfredo no era el Alfredo de Amalia. Era otro Alfredo. El mío. El hijo de la hermana de su Alfredo. Y eso ponía muchas cosas en su sitio. Ahora estaba resultas muchas cuestiones y entre ellas también estaba resuelto el hecho de si el chaval era o no el dueño de la casa grande. Lo era, porque era el heredero de don Amadeo y doña Adela. Era su nieto. Sin embargo el dijera que su abuela era la señora del retrato y esa no era doña Adela. Esa señora era la madre de don Amadeo y por tanto su bisabuela. Bueno, tan poco tenía importancia un grado más o menos en eso del parentesco. Y hasta podría ser que él no supiese quien era la buena señora del cuadro y la tomara por su abuela, o se refiriese a las dos señoras llamándolas abuela. La madre le hablaría de todos, pero seguramente no pudo enseñarle la casa antes de morir. Alfredo sabía que esa mansión era de su familia y ahora le pertenecía por ser el único miembro que quedaba.  Y eso sí se lo diría su madre. Pero ahora tenía que saber que fuera de Clara después de morir su hermano. Lo que podía intuir, sin temor a equivocarme, era que el nombre del chaval era en recuerdo de su tío. Y ese dato tenía que conocerlo Amalia sin lugar a dudas.
Volé hasta mi casa, nervioso y loco de contento al tener algo a que agarrarme para dar consistencia a esa realidad que ya no era tan imaginaria como le pareciera a mi amiga Amalia. Alfredo, mi Alfredo existía y su nombre era el de ese otro Alfredo que fuera y seguía siendo su amor eterno, porque el mío era sobrino del suyo e hijo de su gran amiga Clara. Todo encajaba como en un puzle al que hasta ese momento no le encontraba la pieza clave que uniese el resto del rompecabezas. Y corría y gritaba lleno de euforia: “Alfredo existe y es mi amigo!”.
Mi madre se asustó al verme tan excitado y riendo de una manera tan rara; y me preguntó si me pasaba algo. Yo le respondí que tenía un amigo en el pueblo. Un chaval de mi edad muy majo con el que iba al río y lo pasábamos en grande los dos. Ella quiso indagar de quien se trataba y si era de una familia conocida. Y yo, en mi incontenible euforia, le contesté: “Sí, muy conocida!. Es nieto de los señores de la casa grande”. “Pero que cosas dices!”, exclamó mi madre. Y yo recalqué lo dicho: “Sí, mamá. Es el hijo de Clara...... La hija de esos señores y seguro que tú te acuerdas de ella...... O no se llamaba así la hija de don amadeo y doña Adela?”. 
Mi madre me miró como si en lugar de ver a su hijo mirase fantasmas y me dijo algo conmovida: “Hijo mío, quién te ha contado esas cosas que son parte de un pasado casi olvidado en este pueblo.......Yo casi no la conocí, porque se fue siendo muy joven y al poco del ocurrir el desgraciado accidente del hermano......... Y sé que en la capital tuvo relaciones con un sinvergüenza que la dejó preñada, pero no volvió al pueblo nunca más, que yo sepa...... Si llegó a tener un hijo tampoco lo sé, ni creo que nadie en el pueblo pueda atestiguarlo........ Por eso no creo que ese chico que dices sea su hijo....... Serán cosas que se le han ocurrido al pobre y vete tú a saber de que familia será ese infeliz!........ Ya sabes que ni a tu padre ni a mí nos gusta que te mezcles con gente que no sea de fiar ni sepamos quien son sus padres...... Hay que tener mucho cuidado con quien se junta uno en esta vida!...... Anda ve a lavarte las manos y a cenar que ya es tarde. Ultimamente te retrasas mucho en el río y no me gusta. Ya lo sabes”. No quise contradecirla ni perder tiempo en algo que ya vi de todo punto inútil. Pero sólo añadí para justificar la tardanza que me había entretenido merendando arroz con leche en casa de Amalia y tenía poca hambre. Y eso zanjó la cuestión sin más derivaciones ni consecuencias que tragar unos cuantos bocados de una jugosa tortilla de patatas con pimientos verdes y rojos.
Y solo en mi cuarto volvieron a mi cabeza ese quebradero que me tenía ofuscado sin dejar que me serenase ni pudiese conciliar el sueño. Le daba vueltas a todo lo que había oído por boca de Amalia y también lo que me dijera mi madre al regresar a casa. Pero sobre las palabras de ellas flotaba en mi cerebro la voz de Alfredo, mi Alfredo, que me daba esa explicación racional a su aparición en la casa grande y la relación que unía al chico con la familia de don Amadeo. Pero todavía quedaban flecos sueltos para que todo cuadrase sin fisuras y pudiese demostrarle a mi madre, a la buena de Amalia y al resto del pueblo que ese amigo mío era quien decía ser y por tanto el heredero y dueño de la que en otro tiempo fuera la gran casa de los más potentados de aquellos contornos. La de esa poderosa familia que todos respetaban y envidiaban por iguales partes; y que muchos, por envidia y despecho mal sano encastrado en el fondo de sus almas, vieron con regocijo caer y hundirse en la miseria y el olvido de todos sus vecinos. 
Aunque en parte así ocurriera con la muerte de doña Adela y don Amadeo, la casa seguía siendo el testigo de su pasada grandeza y posición preeminente, no sólo en la comarca sino en esa zona del país. Y ahora estaba en ella un miembro de la familia, joven y con suficiente ímpetu para levantarla de nuevo. Y yo estaba a su lado y convencido de que ese joven, que era mi amigo, sabría conquistar a todos como me conquistara a mí. Porque a mí me tenía en un bolsillo, como suele decirse. Y al no poder pegar ojo con tantos pensamientos en conflicto, mi mente desvarió en sus planteamientos y me vi en el río con él, con tal realidad que hasta notaba como me salpicaba Alfredo al tirarse de golpe al agua. Le gustaba hacerlo así y sobre todo salpicarme sin que yo pudiese evitarlo y oírme chillar al contacto frío del agua. Yo le devolvía ese remojón, pero él ya se había mojado entero y la sensación repentina de frialdad quedaba en gran parte mitigada. Y se reía y entonces nos agarrábamos y entrelazábamos los brazos para lograr que el otro cediese y se hundiese más, por el sólo hecho de verlo salir después con cara de susto o tosiendo por haber tragado agua del río.
Por mucho tiempo que pase, nunca podré olvidar esas tardes con Alfredo, ni tampoco el fuerte atractivo que ejerció en mí desde el primer momento en que me miró con sus ojos grises. En eso los dos Alfredos debían parecerse mucho. Y, como el otro dejó impresa en el alma de Amalia su sonrisa y esa mirada que la penetró sin remedio, a mí también este Alfredo me hirió con ese precioso acero al mirarme antes de darme el primer beso en los labios, como premio por vencerme en una carrera que no tubo meta ni línea de salida. Los dos llegamos al mismo tiempo, pero él me ganó por la mano dejándome inerte al rozarme con su aliento para darme ese beso que me neutralizó sin que él pretendiese al besarme atarme a él para siempre. O al menos eso quise creer entonces y di por supuesto que el chaval no tenía otra intención en su mente que  gastarme una broma con ese beso. 
Y si dudé al principio, yo mismo me convencí que solamente fuera un inocente juego entre dos leales amigos que empezaban a descubrir los misterios de la naturaleza, como solían decirnos lo mayores al referirse a esos temas que consideraban escabrosos por estar relacionados con el sexo. Y daba igual que tan sólo fuesen simples muestras de cariño entre jóvenes que no ven mal alguno en quererse como personas sin darle a la identidad de sexo más importancia que la que realmente debe tener. Es decir, en cuestión de afectos, ninguna condición conlleva tanta enjundia que pueda diferenciarse por ser entre dos seres de sexo contrario o del mismo. Pues el amor siempre es único si sale del corazón. Y debí dormirme al llegar al convencimiento de que Alfredo era tan real como yo mismo, porque al despertarme por la mañana mi madre me encontró muy risueño y tan contento como si me encontrase un inesperado regalo bajo la almohada. Y durante toda esa mañana desesperé para que llegase la tarde porque no veía el momento de ir a casa de Amalia para contarle mi descubrimiento. Estaba como loco pensando en la cara que pondría la buena mujer al saber que mi amigo Alfredo no era una fantasía sino la misma carne de su amiga Clara y su amado Alfredo.


XI
No podía contener los nervios y me reconcomían por dentro las ganas de contarle a Amalia quien era mi amigo Alfredo.  Pero debía esperar a que bajase más el sol y el calor no fuese tan intenso para caminar hasta el río sin temor a una insolación o a padecer una lipotimia. Ya se acercaba la hora en que la tarde amaina un poco los rigores del verano y me fui disparado a mi cuarto para coger una toalla; y con las prisas me olvidé el bañador.  Pero bien pensado, me dije a mí mismo, para que lo necesito si Alfredo y yo nos bañamos y tomamos el sol en pelotas.  Y salí de mi casa a toda prisa como si en lugar de ir a darme un chapuzón en el río perdiese un tren que me llevaría al fin del mundo, sin escalas, ni billetes, ni más equipaje que yo mismo y mis pensamientos, que a esas alturas ya estaban disparados y me iba repitiendo en voz baja como le diría a la buena mujer que el hijo de Clara estaba en el pueblo. 
Y corrí como una saeta en dirección al puente y lo crucé con el corazón en la boca del sofoco que llevaba al acelerarme tanto por llegar cuanto antes a casa de Amalia. Ella estaba en el corredor, sentada en su sillón de mimbre y pelando unos guisantes de su huerta, con tal minuciosidad que más parecía que los expurgaba. Y subí a verla y sin respiración ni siquiera sentarme le espeté de buena a primeras: “Ya sé quien es Alfredo!”. “Ya te dije quien era”, respondió ella. Y yo insistí: “Me refiero a ese Amigo que va conmigo al río y que se esconde para que no lo veas”. “Ese amigo misterioso que según tú estaba en la casa grande?”, dijo ella. “Sí”, afirmé. “Y quién es?”, me preguntó Amalia. Y con una cara de triunfo como sólo corresponde a un ganador del mayor premio del mundo, le solté: “Es el hijo de tu amiga Clara”. 
Ella calló y fijó la vista en los guisantes. Y yo añadí: “Me lo dijo él ayer cuando nos despedimos en el puente....... Le pregunté como se llama su madre y el me respondió que su nombre es Clara....... Ahora está claro por que dice ser el dueño de la casa grande y estar viviendo en ella”. 
Amalia dejó sobre una mesa su cuenco de guisantes y mirándome con ternura me dijo: “Siéntate....... Anda arrima esa silla y siéntate a mi lado........ Voy a contarte el resto de la historia de esa familia y así acabaremos con todo este lío que te traes inventando amigos que no pueden ser quien tú dices o quieres creer........... Vamos, toma asiento, pero antes te traeré una manzana de las que tanto te gustan...... O prefieres unas claudias?..... Están maduras y son muy ricas....... Bueno de sobra lo sabes y ya te has dado algún que otro atracón de esas ciruelas tan dulces. Te traeré las ciruelas y una manzana........ Espera que vuelvo enseguida”. Y Amalia se fue a buscar la fruta y yo quedé algo desfondado al no haberle causado el efecto esperado con la gran noticia que le traía. 
Al volver Amalia, acomodó y ahuecó los cojines para estar más cómoda y se sentó en silencio en su sillón de mimbre.Yo la miraba y ella sólo desplegaba una servilleta para dármela y evitar que me manchara la ropa con el jugo de las ciruelas. Y en cuento mordí la primera claudia, pues le eché mano a una antes de meterme de lleno con la manzana, Amalia empezó a hablar: “Después de la muerte de Alfredo, el carácter de Clara se agrió y se hizo aún más firme y radical, al punto que no hubo día desde entonces que no discutiera con su padre por algo, aunque fuese intranscendente. Su madre sufría mucho por eso, pero la abuela la veía cada más más parecida a ella y estaba de acuerdo en que la mayor parte de las veces la nieta tenía razón y su hijo no. Clara adoraba a su hermano y las dos nos consolábamos como podíamos por su pérdida, pero sin decirlo culpábamos a don Amadeo de aquella desgracia; y Clara nunca le perdonaría a su padre ni eso ni otras cosas que ocurrieron después”. Amalia se tomó un respiro, pero no me dio tiempo a otra cosa que limpiarme la boca para enfrentarme por fin a la manzana. 
Y ella prosiguió: “Al año siguiente Clara quiso irse a estudiar a la capital y, en contra de la voluntad de don Amadeo, que consideraba que una mujer no debía andar sola por el mundo y menos a su libre albedrío, ella no quiso ir a ninguna residencia de monjas, ni nada parecido, y se instaló con unas compañeras de estudios en un piso, sin que nadie las controlase ni les dijese a que hora tenían que recogerse en casa ni nada por el estilo. Cada vez venía menos al pueblo por no estar en la casa grande ni tener que ver a su padre; y eso entristecía mortalmente a doña Adela y también a la abuela, que, sin decirlo, sentía la ausencia de la nieta como un duro castigo que ni ella ni la nuera merecían........ Y un día llegó la noticia a la casa grande que desató el caos en esa familia. Clara se enamoró de un guaperas, al que sólo le importaba el dinero de la familia de la chica y sin más oficio ni beneficio que sus buenas maneras y una cara de don Juan de pacotilla, y tras varias trifulcas con don Amadeo, que en esto no le faltaba razón, Clara amenazó con irse con ese sujeto y olvidarse para siempre de que su familia quedaba en el pueblo, sino daba su consentimiento don Amadeo. El padre no dio su brazo a torcer y amenazó a la hija con desheredarla si se casaba con ese individuo, pero ella, terca como una mula y encastillada en sus trece, se largó con el tío dejando a su madre y abuela heridas en lo más profundo del corazón. Y ni le dio tiempo a casarse con ese sujeto, puesto que al saber el sinvergüenza que el suegro nunca lo admitiría en su casa, ni le daría un real, y que encima Clara estaba embarazada, la dejó sin avisar ni mediar más palabras que la clásica excusa de ir a comprar cigarrillos al bar más cercano”.
Amalia se enjugó una lágrima y sintió la necesidad de beber agua para mojar la angustia que tales recuerdos le traían a su pecho. Fue a la cocina y regresó con un gesto de cansancio que jamás había visto en ella y se dejó caer en el sillón para continuar con la historia de su amiga Clara. Y dijo: “El orgullo la mato y no quiso volver a su casa para tener a la criatura que llevaba en el vientre. Yo me ofrecí a ayudarla y albergarla en mi casa como si fuese mi hermana, lo cual de algún modo era cierto, ya que mi amor por Alfredo nos convertía a las dos en mucho más que amigas y más que hermanas....... Pero ella no quería volver al pueblo y me mintió diciéndome que no estaba sola y no le faltaría quien la atendiera si necesitaba ayuda. Una tarde fui a la casa grande para visitar a las dos señoras y las vi muy acongojadas, pero a doña Adela especialmente alicaída y sin ganas de vivir ni de hacer otra cosa que no fuese llorar por su hija y el fruto de esa desventurada relación que sin culpa iba a pagar las consecuencias de orgullos mal entendidos y mentes ancladas en sus rígidas convicciones, sin ser capaces de entender o intentar comprender a los seres más cercanos.......... Ellas me dijeron que no tenían noticias de Clara desde que se enteraran por otras personas de su embarazo y del abandono en que la dejara el muy cabrón hijo de puta que la engatusó con el único interés de su codiciada fortuna....... Yo tampoco sabía mucho más que ellas, porque Clara ni me escribía ni conocía a nadie que pudiera darme noticias de mi amiga.......... Padecí lo indecible aquellos días!...... No puedes ni imaginar lo que duele saber que alguien que amas te necesita y no quiere acudir a ti pidiendo ayuda ni tampoco permite que otros te avisen de que está en peligro para ir a solucionar sus problemas, si todavía está en tu mano hacerlo”.
Amalia bebió otro sorbo de agua y se secó los labios con su pañuelo. Y sin mirarme continuó: “Un día llegó una carta de Clara....... Me decía que estaba mal y que el embarazo se le complicara con no sé que cuestiones derivadas de su matriz o algo parecido....... El caso es que fui en cuanto pude a la capital a verla y me encontré con una mujer envejecida y agotada, en cuyo cuerpo no quedaba nada de la niña que fuera mi amiga........ Estaba débil y vivía en condiciones bastante duras y se me partió el alma viéndola en ese estado tan calamitoso. Sin que ella lo supiera y sin pensarlo dos veces, telefonee a don Amadeo y le conté como había encontrado a su hija.... Y el muy jodido y puñetero me contestó que ya no tenía hija alguna, porque para él estaba muerta desde el día en que se fuera con un golfo en contra de su voluntad y sin atender a más razones que sus caprichosas ganas de hacer su santa voluntad. Y por tanto, ni la admitía en su casa ni quería saber nada de ese hijo bastardo que llevaba en el vientre...... El muy burro de don Amadeo terminó de destrozarme el ánimo y sentí unas ganas enormes de volver al pueblo y partirle la crisma al muy desgraciado!..... No sólo me había dejado sin mi amor, sino que ahora no iba a poner nada de su parte para salvar la salud y la vida de mi amiga, que era la única hija que le quedaba al muy cabrón!...... Perdona estas expresiones, pero estos recuerdos me calientan demasiado para andarme con blanduras y zarandajas”.
Al verla cada vez más afectada, le pregunté si prefería no continuar hablándome de esa gente, pero ella me hizo callar y prosiguió: “Me quedé con ella hasta que dio a luz...... Y ahí viene la parte que te interesa para saber si ese amigo que dices tener es quien tú crees, o te ha hecho creer......... Pero antes te diré que doña Adela supo de la situación de su hija y le rogó al marido que la trajese a casa, como también se lo suplicó doña Regina, su madre y matriarca de la familia. Mas la cerrazón de don Amadeo fue más pertinaz que los ruegos de las dos mujeres y no cedió en su postura ni accedió a recoger en su casa a la hija y menos al futuro nieto que le traía de mala manera, sin casorio, ni papeles en regla que acreditasen ante la sociedad que era un vástago legítimo para poder ser heredero de su casa y fortuna........ Nunca pude entender esa ofuscación mental de ese hombre ni comprendí que un padre pudiese olvidar hasta tal punto que tanto la futura madre como la criatura eran su misma carne y sangre...... Pero él no se vino a razones y la hija no tuvo a su madre ni abuela cerca para estar más acompañada en el parto. Sólo yo le agarré la mano mientras paría y le secaba la frente llena de sudor por los dolores que pasó la pobre para sacar de su vientre al crío........ Porque efectivamente fue un crío el hijo que tuvo Clara. Pero al nacer no pudimos verle el color de los ojos para decirte ahora si eran grises como los de su bisabuela y su tío Alfredo.......... No pudimos vérselos porque el niño nació muerto..... Y, al enterarse, Clara se volvió loca con la pena y la desesperación se apoderó de su alma y su mente, sin darle ni resuello ni descanso hasta que unos días más tarde ella falleció al no superar las complicaciones del parto........ Yo me quedé tan abatida y me sentí tan desgraciada, que no pude ni reaccionar y me quedé sentada sosteniendo a Clara entre mis brazos y sin derramar ni una lágrima, pues no me quedaba ni una más de las que soltara en esos últimos días tristes y terribles de la vida de Clara”.
Yo estaba petrificado al oírla y no pude decir ni palabra y el carozo de la manzana se me cayó de la mano y rodó unos centímetros por el suelo. Y pasados posiblemente unos segundos, que para mí no transcurrieron, Amalia me dijo: “No sé quien es ese chico, pero ni es Alfredo ni mucho menos el hijo de Clara. Bueno, puede que también se llame Alfredo, pero no tiene nada que ver con la casa grande ni sus dueños....... Lo que si te digo es que Clara no aceptó la muerte del hijo y hablaba como si estuviese vivo, confundiéndolo con su propio hermano...... Mecía en sus brazos una toalla y le hablaba como si fuera ese hijo que, en su cabeza, tenía la imagen de Alfredo y sus mismos ojos grises y esa sonrisa encantadora que a mí me dejó el alma prendada de aquel muchacho al que sigo amando como el día en que saltó al río con su caballo........ Y le llamaba Alfredo también y me decía que el niño me miraba y me sonreía y que yo le gustaba tanto como a su tío..... Desvariaba y murió sin recobrar la cordura y ni fue consciente que se moría. Simplemente cerró los ojos y se fue dejándome más sola todavía de lo que quedara al morir Alfredo. Los dos eran los seres que más quería en este mundo después de mi pobre madre. Y desde su muerte mi vida no tuvo más aliciente que recordarlos. Hasta que llegaste tú y tus visitas me hicieron volver a tener ganas de saludar al día con otro aire y una sonrisa...... Y esa es la historia de la casa grande........ Falta decir solamente que la abuela no se recuperó del disgusto que le causó la muerte de su nieta y no se lo perdonó al hijo ni cuando se fue de este mundo un año después. Y tras ella, con una diferencia de seis meses, se fue doña Adela, a la que siguió al poco tiempo su marido, como te dije el otro día.......... Y esa es la realidad y todo el misterio de esa casona que los vecinos de este pueblo dicen que está maldita y procuran no acercarse a ella”. 
Cuando amalia calló, no sabía ni que decir ni que hacer. Y ella me acompaño hasta la puerta y me recomendó que no cogiese demasiado sol porque todavía estaba muy fuerte a esas horas. Y que le hiciese confesar a ese extraño amigo que me había echado quién coño era y que no me tomase el pelo con historias falsas y semejantes boberías. Ella me remarcó que la casa grande no tenía dueños que fuesen descendientes directos de don Amadeo; y por tanto mi Alfredo sólo podía ser un impostor que quería tomarme el pelo. Pero yo la oía hablar al despedirme y, sin embargo, no la escuchaba porque en mi cabeza volvieron a cruzarse imágenes e ideas que me trastornaron los sentidos y eché a correr en dirección al puente, sin ganas de ir al río ni de volver la cabeza por si veía detrás mía a Alfredo. Del otro lado del puente estaría a salvo y ya no me quedaban redaños para intentar retornar a esta otra orilla del río donde Alfredo se movía como pez en el agua. Yo no me movería de esa otra a la que él no pasaba y en ella no me encontraría más con ese muchacho al que tomé por amigo y solamente quiso burlarse de mí con mentiras. O lo que es peor, haciéndome creer lo que la naturaleza y la ciencia niegan. Los muertos no se mezclan con los vivos ni les hablan. Y menos los besan y abrazan como lo hiciera Alfredo conmigo. Y eso me descorazonaba.


XII
En medio del puente me paré en seco y miré atrás sin saber bien si quería ver si Alfredo venía en mi busca, o si era para cerciorarme de que no me seguía ni volvería a verlo si no me acercaba a la casa grande. Dudé si dar la vuelta y e ir a buscarlo o pasar al otro lado del río donde él no pasaría jamás. Y me decidí por lo segundo y eché a correr otra vez. Pero ya en la otra orilla y a salvo, me detuve y un coraje que me salía del fondo de mis testículos me hizo recapacitar y pensar que debería regresar al otro lado e ir a la casa grande y prenderle fuego para quemar con ella mis fantasmas y que con el humo se disipasen los recuerdos de esos días en que creí haber encontrado al mejor amigo que podía tener en mi vida. Además, sería una agradable venganza hacerle eso al muy cabrón que me estuviera tomando el pelo haciéndome creer quien no era. Y si esa era su casa, según decía el mismo, yo lo dejaría sin ella y tendría que irse por donde había venido al pueblo. Así aprendería ese imbécil por reírse de mí y jugar con mis sentimientos.
Y retrocedí unos pasos dispuesto a entrar en el puente, pero me paré porque me faltaron redaños y un miedo cerval se apoderó de mí. Creo que sentí verdadero miedo por primera vez en mi existencia y salí como alma que lleva el diablo tropezando contra todo y sin mirar lo que iba dejando a mi espalda. Iba tan rápido que daba la impresión que me pusieran alas para ir más ligero o se me estuviese quemando el trasero; y, sin embargo, a pesar de las prisas o precisamente por ellas, mi carrera era atropellada y mis movimientos incluso descompasados del pánico que llevaba en el cuerpo. Nunca olvidaré aquella sensación de huida de nada concreto y sí de algo que siendo impreciso, para mí era más real que todo el resto que veía en mi alocada carrera. Tenía la sensación que el aliento de Alfredo me daba en la nuca; y eso me hacía sudar por todos mis poros. O, en realidad, el sudor me brotaba por el esfuerzo del ejercicio y los últimos calores de la tarde, o simplemente por ir cagado de miedo ante la posibilidad de que mi mente admitiese la presencia de un ser incorpóreo que yo tomara por un cuerpo real. 
Fuese como fuere yo llegué a mi casa extenuado y empapado como si me cayera al agua del río. Mi madre se alarmó al verme y me obligó a sacarme la humedad del cuerpo quitando la ropa mojada e ir a darme un baño caliente para ponerme el pijama y tranquilizarme el ánimo antes de cenar. Obedecí sin rechistar y al terminar la cena dije que estaba muy cansado y quería dormir. Pero las horas pasaron una tras otra y mis ojos se negaron a cerrarse, ni el sueño quiso venir a mí para aliviar la tensión que se acumulaba por minutos en mi cabeza. Al amanecer debí quedarme traspuesto por el cansancio y la agotadora vigilia. Y ese día estuve como ido y sin vida consciente que me animase a desear divertirme o volver por la tarde al río para bañarme. Y no a la otra orilla, sino a esta en al que estaba mi casa y en la que también había bellos remansos donde poder nadar sin necesidad de cruzar el puente ni arriesgarme a encontrarme con Alfredo, o como quiera que se llamase el puto chaval.
Al día siguiente el tiempo cambió de improviso y se nubló el cielo amenazando tormenta. Nubes negras y densas como panzas de vacas preñadas nos sofocaban con un calor húmedo y pegajoso que se hacía irrespirable. Y los árboles comenzaron a agitarse y se curvaban los más delgados y flexibles como a punto de romperse por el tronco. Y un tallo todavía joven de la huerta de mi casa, partió y una rama ya crecida de un arbusto se desgajó y vino a parar cerca de mis pies. Más tarde tronó y los relámpagos que de tan azule se tornaban blancos y refulgentes, nos amedrentaron a todos rasgando un cielo atiborrado de malos presagios según yo me aventuraba a suponer. Mis padres decidieron volver a la ciudad y dar por terminado aquel verano que marcó el resto de mis días. 
Prosiguió mi vida con mis estudios y los amigos de siempre; y cada año, al aproximarse el verano, me buscaba un motivo, que no era más que una excusa para no volver al pueblo de vacaciones. Y si no era un curso en el extranjero para perfeccionar un idioma, era otro para relacionarme con gente joven de otros países consiguiendo una beca universitaria. El caso era no volver donde podía encontrar de nuevo a Alfredo y sentir en mi mente el misterioso influjo de la casa grande. Y pasaron los años y también terminaron mis estudios y más de un máster, que suelen ser caros y creo que enseñan lo justo, pero justifican más tarde los currículum para superar a otros contrincantes que opten al mismo futuro, sea en un empleo o ejerciendo una profesión de las consideradas libres y que están más sometidas al dinero que cualquier otra por cuanta ajena; como es el caso de la que yo hice y me ha dado de comer y para otros caprichos y lujos. Y mi intención seguía siendo no pisar el pueblo de mis antepasados donde pasara tantos veranos de niño y de adolescente, hasta que en uno, cuando cumplía los dieciséis años, se me ocurrió saltar la tapia de la casa grande y me encontré allí con Alfredo.
Mis primeros años de trabajo fueron duros y muy laboriosos, pero puedo decir que triunfé y mi situación económica empezó a prosperar sin necesidad de recurrir al dinero y patrimonio familiar. Era todavía joven y mi futuro lo veían en mi casa como muy prometedor. Y esa misma posición holgada y cada vez más afianzada en el mundo donde me movía profesionalmente, hizo que a mi madre le empezase a preocupar mi soltería.  Y se propuso hacer lo indecible por buscarme una novia, no para pasar con ella ratos de sexo desenfrenado y solazarnos juntos dándonos mutuos revolcones, que eso ya me lo procuraba yo solo y sin su ayuda, sino para contraer matrimonio por los sagrados cánones. Y la pesadez y empeño de mi madre con el casorio era un coñazo verbenero y me busqué una salida para librarme de tal acoso. Me fui una temporada al extranjero amparándome en una expansión comercial de altos vuelos en al que eran imprescindibles los servicios de un buen profesional en mi campo.
Y allí, en otro país y en otra ciudad, hablando un idioma que conocía, pero que no era el mío, una noche en una fiesta conocí a Marga, que por ese nombre la llamaba yo castellanizando el que usaban los otros para nombrarla. Me cayó simpática y yo no le fui indiferente. Nos vimos más veces y salimos de copas con amigos al principio y al mes íbamos los dos solos sin necesidad de nadie que nos animase a divertirnos. Lo pasaba muy bien con Marga y nos gustamos lo suficiente como para plantearnos vivir juntos y follar como descosidos en cuanto teníamos oportunidad y un rato para dedicarlo a esos menesteres, que son la sal de la vida y la causa de la existencia y el mejor motivo para continuar con ganas de seguir con los pies sobre la tierra. Creímos estar enamorados y nos casamos sin pompa ni el boato que le gustaría a mis padres para la boda de su querido hijo. A mi madre tampoco le hizo mucha gracia que ella fuese extranjera, pero la aceptó como nuera aunque el matrimonio sólo fuera laico y sin demasiados invitados, ni un vestido blanco con cola y un velo largo para arrastrar por el suelo de una iglesia. 
Teníamos una vida acomodada y pasamos muy unidos unos años que nos parecieron felices compartiendo una relación interesante. Nunca nos planteamos tener descendencia, pues tanto ella como yo andábamos muy ocupados en nuestros respectivos trabajos, y preferíamos salir a cenar e ir a teatros y cines y actos de cultura, sin dejar de viajar por mero placer cuando las ocupaciones nos lo permitían a los dos. Nunca sospechamos que tan pronto comenzase a hacer aguas todo aquello y el frío entró sin darnos cuenta en nuestra casa y nuestras vidas y se fue apagando el fogoso empujón que nos ayudaba a buscarnos para aparearnos sin procurar contribuir a aumentar la prole en este mundo; ya demasiado poblado a nuestro entender en aquellos tiempos. Nuestros encuentros eróticos disminuyeron y también las palabras entre los dos. Y un día no tuvimos nada que decirnos y nos vimos como dos extraños. 
Una tarde al volver de mi oficina me encontré en casa con Marga, muy serena y con un vaso de ginebra con soda y dos cubos e hielo en la mano. Y sin darme ni un beso de cumplido me dijo: “Pedro, creo que esto ya no tiene sentido. Somos adultos y civilizados y podemos entender que lo mejor es dejarlo y seguir nuestras vidas por separado. Me voy a casa de mi amiga Carla y espero que prepares cuanto antes los papeles del divorcio...... Esa responsabilidad te la dejo a ti que sabes más sobre cuestiones legales..... Fuimos felices durante un tiempo, pero todo se acaba”. Y con la misma agarró un par de maletas y se largó de casa sin discusión ni darme algo más que un beso de refilón en una mejilla.
Mis padres tomaron mi divorcio con resignación y en la expresión de mi madre pudo leer sin decírmelo que eso ya lo preveía ella por elegir a una extranjera y no querer a una joven de mi país, o mejor aún de mi tierra y de buena familia conocida y aceptada por toda la sociedad local. Mas la cosa ya estaba hecha, resuelta y liquidada, sin problemas ni resquemores por ninguna de las partes implicadas, es decir, Marga y yo. Y eso era lo principal y a pesar de la frialdad al despedirnos, quedamos como amigos para los restos. Ahora sólo me quedaba plantearme de nuevo mi vida y preferí volver a mi país y alejarme de todo lo que me recordase a esa vida con mi ex mujer.
Al verme solo reflexioné sobre mi relación con Marga e hice balance tan sólo de los ratos buenos y sobre todo de los besos y caricias que nos dimos mientras nos creímos uno. Y me convencí de que el saldo era muy positivo. Aunque una noche dando vueltas en mi cama medio vacía, me puse a comparar esos besos con los que nos diéramos Alfredo y yo hacía ya algunos años y me di cuenta que desde luego eran distintos y sin mucho que ver unos y otros. Pero los de antaño con aquel extraño chaval los recordaba quizás menos intensos pero mucho más sinceros que los apasionados morreos con Marga. Y eso me dejó tan mal cuerpo que necesité levantarme para tomar algo para el dolor de cabeza; aunque la verdad era que si algo me dolía era el alma. Y repasé mi vida de cabo a rabo sin poder dormirme, que era lo que procedía para estar despejado por la mañana y poder rendir en mi trabajo. Y esa mirada de Alfredo se me hacía tan nítida y real que me asustó tanto como cuando cruzara el puente por última vez. 
Rechacé toda idea que me llevase una vez más a la casa grande y sus misterios, sin tener otra consideración en mi cabeza que la de atender a mis ocupaciones, que eran muchas, mas tuvo que llagar una carta que solamente contribuiría a echar leña al fuego de mis pensamientos y recuerdos y me cayó mal en ese momento. Su contenido se refería a Marga y tuve que leerla dos veces y despacio para asimilar aquello sin perder mi autocontrol ni sentirme como un idiota. Carla me escribía para contarme que, al mes de dejarme, su amiga ya estaba viviendo con otro. Y no niego que me dolió un poco, más en mi orgullo que en otra parte de mi cuerpo. Y en cualquier caso quedé algo cabreado con mi propia sombra, pues aunque no fuese lógico enfadarme si ella rehacía su vida, más después de un divorcio tan civilizado, no podía evitar sentirme agraviado en mi orgullo de macho y vanidad personal al irse tan pronto con otro hombre. Y lo que más me llegó al alma era que, en opinión de la buena amiga de mi ex mujer, que me escribía tales noticias, ese tipo estaba mejor que yo físicamente y parecía mucho más joven. Ahora iba a resultar que Marga me había dejado para liarse con un niñato de esos que cultivan su cuerpo y no desarrollan ni un gramo de cerebro.
Bueno, eso eran simples conjeturas mías, porque a Carla le había bastado con insinuar que el tío ese tenía un buen tipo, pero no decía nada sobre sus actividades ni deportivas ni culturales. sin embargo, a mi me consolaba mucho y paliaba el escozor en mi ego herido que el joven fuese algo bruto y hasta inculto y únicamente supiese mostrar sus bíceps para deslumbrar a una mujer desesperada al verse abandonada por su marido. Y ese tampoco era realmente el caso de Marga, pues no sólo era guapa y atractiva como para que no le faltase un tío que la desease, sino que fuera ella la que me dejó a mí y no probablemente para irse con un puto cachas de los cojones que la conquistase a base de músculos. Y nunca quise imaginar el motivo verdadero por el que ella lo prefirió a él y se cansó de mí, porque no fuese a resultar que el miembro que más le gustara de ese otro fuera el viril. Y ser consciente de eso ya supondría un durísimo castigo para un macho despreciado. Y tampoco creo que fuera mi caso, porque no me cabe duda de haber cumplido con ella sin queja, al menos durante el tiempo en que nuestra relación iba como las rosas y nunca nos pinchábamos con las espinas que suele tener el tallo que las sustenta.
Yo me quedé solo y eso es lo que importa en esta historia. Y una mañana me desperté sin ganas de levantarme de la cama y tuve que hacer un esfuerzo grande para ponerme en pie y empujar mi cuerpo hasta le baño. Abrí el grifo del agua fría del lavabo y ni me miré en el espejo por no ver el rostro de ese hombre que me miraría sin pudor, como todos  los días, y que ya no se parecía a mi cara, ni conservaba los finos rasgos que yo recordaba cuando, entonces, al tener menos años, me miraba en otro espejo y probaba de que manera me veía más guapo al peinarme de una u otra forma el pelo. La cara que tenía cuando conocí a Alfredo y que seguramente le gustara tanto que me eligió por amigo. Su único amigo y la única persona que lo viera en aquellos días de mi último verano en el pueblo. 
Pero tenía que afeitarme; y sin verme no podría hacerlo, al menos sin cortarme o rebanarme una oreja. Y levanté la mirada hacia el espejo y se me nubló la vista y un mareo me dejó en el suelo sin conocimiento. No se si solamente fueron segundos o minutos, pero al volver en mí me dolía la cabeza, probablemente por algún porrazo contra el suelo, pues no estaba desnucado, ni había restos de sangre en el borde de la bañera. Y casi de soslayo miré y no volví a ver la imagen que había visto antes. Quizás fuese algo fugaz, fruto de mis pesadillas de la noche pasada casi en un puro delirio, del que eran testigos las sábanas sudadas y retorcidas como si en lugar de taparme hubieran servido de lona para una pelea. En el espejo estaba ahora mi cara, la que tenía en ese momento, desmejorada y ojerosa, pero no la otra que me saludó al ir a poner la hoja de la maquinilla sobre la piel. Esa otra no era la mía sino la de Alfredo. Y sus ojos grises, más brillante que nunca, y su eterna sonrisa encantadora, revivieron en mi corazón lo que ya creía superado. Su cara era más atractiva que entonces y por su aspecto seguía siendo un muchacho. Y eso era de todo punto imposible.


XIII
No logré volver a ordenar mis ideas después de la fugaz visión del rostro jovial y sonriente de Alfredo en el espejo de mi cuarto de baño. Sin verlo de nuevo me perseguía como la cola sigue en su vuelo a la cometa y no me dejaba ni a sol ni a sombra. Ese mañana en el despacho no pude rendir lo habitual y me largué antes de que alguien se diese cuenta de lo que me estaba pasando. Pero tras la comida y mientras paladeaba un café solo y con poca azúcar, tomé una decisión que no sabía bien cuanto tiempo tardaría en arrepentirme por tomarla. 
Y desde ese mismo instante en que mi cabeza tuvo lo que me pareció una idea genial, un hormiguillo se instaló en mi estómago que no me dejaba parar quieto ni un minuto. Estaba nervioso y a la vez excitado como si fuese a echar el primer polvo de mi vida. Y lo primero que podía hacer para efectuar mi proyecto, era informarme de quien era el dueño de la casa grande. Puesto que si quería destruirla definitivamente y con ella mis recuerdos, o mejor dicho mis fantasmas, sólo me faltaba convertirme en un delincuente al prenderle fuego a una propiedad privada que perteneciese a alguien concreto. No me importaba en que estado se encontrase la casa, ni su precio. Mi único interés era adquirirla y quemarla sin dejar en pie ni los cimientos. Haría lo que debí hacer cuando crucé el puente por última vez y que, cagado de miedo, no me atreví a pasarlo de nuevo para acabar con esa casona y todo cuanto significaba para mí entonces.
No fue fácil dar con el propietario de la casa grande y me costó unos cuantos meses ponerme en contacto con un representante de ese tipo para negociar la compra de la dichosa finca. El fulano resultó ser un nieto de un primo carnal de don Amadeo, a cuyas manos pasó la casa grande al morirse este señor sin otra descendencia. Le importaba un bledo la casa y todas las tierras que la rodeaban; y el hombre, como su padre y su abuelo, no se había gastado ni un chavo en conservarla ni procurar que no se derrumbase por puro abandono desde que quedara deshabitada. Sin embargo, su portavoz, supuestamente defendiendo los intereses de su mandante, intentó hacerme creer que aquella propiedad era un palacio y como tal pensó vendérmela a un precio exagerado, dando por hecho o solamente suponiendo que yo tenía mucho más interés en poseerla del que aparentaba al tratar de acercar posturas en la negociación. En todo el tiempo que duró el tira y afloja para adquirirla, no llegué nunca a ver en persona a ese fulano que la heredara, ni hablar directamente con él, pues siempre traté con su apoderado. Y en realidad no hubiese sido necesaria la presencia de ese señor a la hora de cerrar el trato y firmar las escrituras de compra, pues el otro tenía poderes bastantes para vender, pero por un momento me intrigó ese individuo y llegué a sospechar que podría tratarse de la misma persona que yo conociera aquel último verano en el pueblo.
Y si ese tío era Alfredo?, me planteé antes de cerrar el negocio. Y exigí que él fuese quien firmase los documentos de transmisión de la propiedad. Y así fue y el dueño de la casa grande vino a la notaría para la firma de la escritura. Cuando una señorita que trabajaba en la notaría me anunció que ya había llegado el vendedor, me dio un vuelco el corazón y deseé que fuese Alfredo, aunque al mismo tiempo temiese que lo fuera. Y ese hombre ni se llamaba Alfredo, ni se parecía a él. Y sus ojos eran pardos y su sonrisa apagada y triste. Lo miré sin verlo y escuché al notario leer el documento antes de que ambos lo firmásemos. Intentó decirme en que estado se hallaba la casa grande, pero le dije que  no me interesaba en absoluto como se encontraba el inmueble. Y por si le quedaban dudas de mi poco interés por lo que daba por hecho que era una ruina, añadí que no me importaba si estaba la mitad en pie todavía, o tan sólo quedaban cuatro piedras que recordasen que en ese lugar hubo una gran casa. Solamente quería ser su dueño y nada más. Lo qu eme callé fue el motivo de mi verdadero interés, que era destruirla.
La casa grande ya era mía y podía demolerla, si aún estaba entera, o quemar lo que quedase de esa mansión, sin que a nadie importase los motivos que podían impulsarme a hacer tal cosa. Y al ir a darle la mano para despedirnos, obviando las explicaciones sobre mis planes respecto a la finca, que él me requería e insistía en saber el destino que iba a darle a la casa, me quedé paralizado y me faltó la respiración al percatarme que sus ojos se tornaran grises y aquella boca que me hablaba sonreía como yo recordaba que lo hacía Alfredo. Sin duda me estaba volviendo loco de atar, o los nervios y la tensión del momento me hacía ver cisiones o delirar. Pero si me hubiesen tomado juramento sobre lo que pensaba en ese instante, diría sin vacilar que ese hombre no era quien decía ser, sino otro muy distinto. Otro que yo conociera hace años, siendo unos adolescentes, que decía ser el dueño de la casa grande y respondía al nombre de Alfredo. Mas ni podía asegurar que ese fuese su verdadero nombre ni tampoco que la casa le perteneciese como él decía. Ese Alfredo, o como se llamase realmente, seguía siendo un misterio insondable para mí y me llevaba de calle logrando que perdiera el juicio e hiciese locuras tales como comprar una ruina sin otro propósito que convertirla en cenizas, ni más valor que el de curar mi miedo apagando con fuego mis recuerdos.
Esa nueva aparición de la mirada de Alfredo en otro ser, que en nada tenía que ver con lo que creí vivir tiempo atrás, me llevó hasta mi coche y sin poder remediarlo me puse en marcha en dirección al pueblo, sin más equipaje que la desazón que envolvía mi alma al pensar que ese mismo Alfredo que jugara conmigo entonces, volvía otra vez a intentar hacer de mí su juguete. Pero esta vez quien jugaría con él sería yo y acabaría con ese espacio que le servía de cancha para volverme loco con sus regates y sus jugadas por sorpresa. Iba sin otra meta que quemar esa misma tarde la casa y cuanto me recordara a Alfredo y la velocidad me calmaba al sentir el aire y oír el ruido de mi marcha sobre le asfalto.
Tenía el pueblo a un tiro de piedra y detuve el coche para apaciguar mi pulso y calmar mi respiración. Recuperé el aliento y arranqué de nuevo para llegar a la casa de mis abuelos cuanto antes. En esa época del año estaba cerrada y me di cuenta que no llevaba las llaves, pues mi viaje fuera tan precipitado y sin pensarlo antes, que ni tomé las mínimas previsiones para alojarme, o procurar llevar el suficiente dinero para ello, ni por supuesto fui a pedirle a mi madre las llaves de esa casa donde pasara tantos veranos. Sin salir del coche sopesé la oportunidad de dar la vuelta y regresar a la ciudad, pero lo avanzado de la tarde me desaconsejó hacerlo y me dirigí al puente con intención de cruzar el río al otro lado. 
Al ver aquel viejo puente de piedra, paré dando un brusco frenazo y me apeé del vehículo sin atreverme a cruzar a la orilla de enfrente. Y apoyado en las vetustas piedras del petril que saltara el otro Alfredo con su caballo, si es que realmente ese Alfredo no era el mismo que yo creí otro distinto, intenté ver desde allí la casa de Amalia, por si en ella aún había vida. Pero la distancia, aunque no fuese mucha, era suficiente para no distinguir si sus ventanas estaba cerradas o abiertas. Y monté sin muchas ganas en el coche y muy despacio atravesé el puente y me acerqué a casa de Amalia. 
Y vi a mi buena amiga sentada como antes en su sillón de mimbre, pero más vieja, con el rostro surcado de arrugas y su cabello casi blanco. No sabía si me reconocería al verme, pero ni tuve que hablarle para oír su expresión de sorpresa diciendo mi nombre. Subí al corredor y ella me  besó llorando de alegría por volver a ver mi cara, que, como ella misma dijo, ya era la de todo un señor. Amalia estaba tan emocionada que no podía articular palabra. Y al decirle que había comprado la casa grande se llevó el índice de la mano derecha a la sien, insinuándome que estaba loco. “Pero cómo se te pudo ocurrir semejante idea?........ No estás en tus cabales, muchacho....... Esa casa no puede traerte más que desgracias. Y razón tiene la gente de este pueblo al no acercarse allí porque dicen que está maldita........ La última que se les ha ocurrido es que en ella hay fantasmas......... Ni que los muertos no tuviesen cosa mejor en que dedicar su tiempo, o lo que sea lo que ellos tengan, pues no creo que vean pasar los días y los años como los que aún estamos aquí!”, exclamó Amalia un tanto exaltada al decirlo. Y le pregunté: “Los del pueblo dicen que hay un fantasma o más?....... Alguno llegó a verlo de verdad y pudo describirlo, o son meras fantasías sin fundamento?”. Amalia cambió el cariz de su mirada y respondió: “Ya sabes como es la gente de inculta y de cédula para lo que no debe.... Y en cuanto algo les parece raro o no le encuentran una explicación mejor, lo atribuyen a causas sobrenaturales o de brujas,,,,, Aunque ahora esa pobres mujeres están bastante devaluadas en las creencias populares...... Nadie vio nada, ni podían describir ese fantasma que asusta a todo el que se acerca a la casa grande”. 
Eso ya me intrigó mucho más y consiguió que mis recelos y temores tomasen cuerpo en mi cabeza. E insistí: “Pero no sabes si ese espíritu es bueno o malo?...... Ha causado algún mal?....... Se presenta bajo el aspecto de un joven, o toma otra forma para hacerse patente?”. Y Amalia, con ganas de dar por zanjada la cuestión, me contestó: “Todo eso son tonterías..... Cómo va a existir un fantasma, ni más rabo de gaitas!....... Vamos!. Que ya eres un hombre hecho y derecho y cultivado, por si fuera poco!....... Además, si alguien tenía que haberlo visto y salir corriendo, si es como para tenerle miedo a ese fantoche, sería el joven que cuida de la casa grande...... Que es muy majo, por cierto..... El se encarga de mantener la finca sin que se la coman las malas hiervas y vigila para que la rapiña no haga presa en los objetos que todavía quedan dentro de esa casa........ Una tarde que pasaba por aquí ese chico, se paró a hablar conmigo y me dijo que el dueño de la finca lo contratara para eso; y él nunca se topó con nada raro ni encontró fantasmas en ningún rincón de la casa...... No te habló de ese mozo el que te vendió la casa grande?”. “No..... En realidad no quise que me dijese en que estado estaba todo eso ni le di tiempo a contarme esos detalles que tu me cuentas. Pero ahora iré hasta allí y supongo que veré a ese joven. Y él me dirá cuanto me interese saber”.
Amalia me ofreció algo de fruta, como antaño, pero no tenía apetito ni ganas de entretenerme más tiempo para llegar hasta mi propiedad y ver otra vez la casa grande, que ahora por fin era mía y de nadie más. Ahora no le valdría a ningún Alfredo decirme que esa mansión era suya, porque yo era su único dueño e iba a reducirla a cenizas cuanto antes. Y así se acabarían las leyendas y los cuentos sobre esa casa y sus posibles habitantes de ultratumba. El caza fantasmas había llegado y sus armas de exterminio de almas en pena eran muy eficaces para que quedase uno solo en la casa maldita. Yo la redimiría de su pasado y acabaría con las maldiciones que hubiesen caído sobre esas piedras, que a pesar del abandono y el paso del tiempo se resistían a desmoronarse del todo. 
Y después de darle un cariñoso beso a Amalia, encendí el motor de mi coche y partí rumbo a mi destino y mi nueva casa, que para mí era más antigua que vieja, dispuesto a una caza de brujas sin tregua ni cuartel para los Alfredos; o Alfredo, si solamente era uno el que pretendía darme la lata con sus guiños y solapadas apariciones en un rápido reflejo de mi mismo o la mirada robada a otro ser. Estaba enardecido con la idea de ver las llamas purificadoras y presenciar ese sagrado espectáculo de la redención de esa casona que tanto tuviera que ver en mi propio pasado. A pequeña escala me sentía un Nerón que destruiría para crear algo nuevo y diferente, más bello, más artístico y mucho más lógico que lo anterior. Destruir para renacer a un nuevo orden y a otra vida alegre y llena de luz al haberse disipado las tinieblas y las sombras de un pasado poco venturoso, tanto para la casa como para mí. Porque quizás a ambos nos faltó dentro un amor verdadero para poder ser felices y sentirnos satisfechos con nuestra existencia.


XIV
Una extraña sensación me inquietaba y se acrecentaba a cada metro que recorría para acercarme más a la casa grande. No estaba nervioso ni me dominaba el miedo o tan sólo un temor a encontrarme con algo inesperado, si es que tratándose de esa casa pudiese haber alguna cosa que me sorprendiese. Y al dar la última curva del camino, la vi, enseñoreándose del entorno como una aristocrática dama contagia el aire al abanicarse con elegante sensualidad. Me pareció la misma sin cambios aparentes ni en su fachada ni en el jardín que la rodeaba. Y, sin embargo, al apearme del coche y mirarla desde las verjas del portalón, me di cuenta que no estaba tan deslucida como entonces y los cristales de las ventanas y balcones no estaban quebrados ni estallados y hasta lucían limpios al darles la luz mortecina del final de la tarde.
Me quedé quieto sin intentar entrar empujando la puerta ni comprobar si estaba abierta o cerrada. Y un crujido de pasos me sacó de la estúpida parálisis en que me dejara el hecho de reencontrarme con esa mansión. Era un mozo de aspecto joven y sano, vestido con un peto de faena, que, al no llevar puesta una camisa, enseñaba a medias su torso y la fortaleza de unos brazos curtidos y acostumbrados a las labores del campo. No me sobrepasaba en estatura y al llegar junto a la puerta de hierro, me miró con sus ojos pardos, grandes y bien defendidos por largas pestañas; y lo único que se me ocurrió pensar al verlo fue que nunca había reparado en que los chicos de pueblo, aun con esos atuendos poco favorecedores, fuesen tan guapos como los niños pijos y bien acicalados que se ven en la ciudad. Y este lo era y mucho, además. 
El veinteañero me saludó sonriente y me preguntó, dándolo ya por hecho, si yo era el nuevo dueño de la mansión. Y afirmé con un movimiento de cabeza sin pronunciar todavía ninguna palabra. Y sin darme tiempo, él se adelantó y me dijo que se llamaba Castor. Y no le dije mi nombre puesto que me lo anticipó el chico, diciéndome que el anterior dueño le había informado de la venta y que tuviese preparada la casa y la finca para cuando yo llegase a ella. Y realmente, al fijarme más en todo, aquel jardín no era la selva que yo esperaba encontrar, ni la tierra estaba descuidada o los arbustos desmadrados y medio secos. El parque de la casa grande parecía otro del que yo conociera y el chaval sin duda se enorgullecía de ello a tenor de su mirada y la seguridad conque me recibía en la que ya era mi casa. 
Y abrió las dos hojas de la gran puerta de lanzas de hierro, ahora pintadas de verde oscuro en lugar de oxidadas como antes, y me preguntó si quería que él entrase el coche y lo llevase a una cochera que se había tomado la libertad de habilitar en un viejo galpón entre la casa y las cuadras. Accedí con otro movimiento de cabeza y entré en mi propiedad sin volver la vista atrás ni recapacitar en lo que me estaba pasando con cada paso que andaba para ir hacia la puerta de la casona. Castor llevó el coche y seguí mi camino para entrar en la casa después de tanto tiempo sin atreverme a volver a esa construcción, que por un instante me dio la impresión de tener vida propia.
Empujé la puerta y entré al distribuidor principal de la planta baja y me asombró que nada hubiese cambiado en tanto tiempo y que si entonces había suciedad por todas partes y telas de araña disputando el espacio a la mugre, ahora los muebles y objetos relucían y hasta las tapicerías y cortinas estaban como si fuesen nuevas. Sería acaso obra de Castor toda esa limpieza y orden?. Si era así, el chico era una joya y de inmediato me dio lástima que todos sus esfuerzos se fuesen al traste en cuanto le prendiese fuego a la casa con todo lo que había dentro. Mi intención era no salvar nada ni dejar algo que pudiera alimentar la memoria de quienes viesen en el futuro un sucio montón de escombros calcinados. Por quemar, quemaría hasta los árboles y todas las plantas, pero ya me daba mucha pena que todo el trabajo de ese voluntarioso joven se perdiese convertido en humo. 
Y estando en estas consideraciones y dudas, porque ya tenía serias dudas sobre lo que decidiera antes de llegar a la casa, oí a mi espalda la voz del chico que me preguntaba con un ilusionado tono de voz si encontraba todo a mi gusto. Y cómo iba a decirle que mi gusto era verla completamente abrasada. Yo esperaba que la casa estuviese en un estado contrario de como él la tenía. Deseaba ver una ruina para que mi labor de destrucción fuese menos drástica. Y no esperé más para preguntarle si el anterior dueño le mandara cuidar tan bien la propiedad y mantenerla en tan buen estado. Y di por supuesto que, además, le había proporcionado dinero para ello, dejándome de una pieza el muchacho al aclararme que todo lo hacía por su cuenta, a cambio del permiso del otro propietario para instalar un invernadero en el que cultivaba flores y plantas medicinales y también ornamentales. Con las ganancias de ese pequeño negocio se mantenía e iba poniendo parches en la casa para hacerla habitable. Porque él se alojaba en la mansión, usando uno de los antiguos cuartos del servicio. Me dijo que al ser más pequeño costaba menos mantenerlo caliente en invierno y para él y su novia no necesitaban una habitación tan grande como las del piso principal. 
Porque era la novia quien le ayudaba en la limpieza y con todo ese lío de tener las cosas de una casa en su sitio y preocuparse de la comida y otras faenas para las que a él no le quedaba tiempo si quería que todo aquello fuese arriba y no se perdiese todo su esfuerzo. Y antes de que yo le preguntase más sobre su relación con ella, me aclaró que, aunque Sole, que así la llamaron sus padres desde el nacimiento, vivía en el pueblo con su familia, a veces se quedaba en la casa; y lógicamente compartían la misma cama y habitación. Eso hizo que me acordase de mi mujer y de los años tan felices que vivimos al principio de nuestra relación. Y deseé sinceramente que estos dos chavales, tan jóvenes todavía, disfrutasen de sus ganas de vivir el gozo de amarse. La chica no estaba en la casa porque acababa de irse al pueblo y sentí un deseo enorme de conocerla y ver si era tan guapa como para hacer una buena pareja con ese novio que me estaba cayendo estupendamente.
Ese chaval me estaba gustando por su decisión y ansias de aprovechar la vida aclimatándose al entorno, pero amoldándolo a sus necesidades y aficiones de la mejor manera que sabía. Y para ser sincero he de decir que desde ese mismo momento entendí y vi claro que su tesón merecía al menos un respeto a su labor y no deshacer para acallar mis miedos y cismas todo lo conseguido con su esfuerzo. Y le pregunté: “Y vosotros dos habéis hecho todo esto?”. Castor bajó la vista al suelo y con una voz menos segura me respondió que no. Que en la finca estaba otro joven que les ayudaba en todo, aunque últimamente donde más tiempo pasaba era en los establos. “Acaso también hay caballos?”, le pregunté con tono de asombro. Y me pareció que el mozo dudaba en contestarme, pero al insistir respondió: “Todavía no....... Pero él me asegura que el nuevo dueño comprará un par de caballos de raza. Y por eso ha dejado las cuadras como un jaspe y se pasa la mayor parte del tiempo allí”. 
Algo me hizo pensar en lo que no deseaba, pero ya no era tiempo de eludir la verdad. Y le pregunté: “Y cómo es ese otro muchacho?”. Y Castor se apresuró a responderme: “Muy majo, señor. Y muy trabajador. Si no fuese por él no estaría la casa en estas condiciones. Fue quien pintó las rejas y ventanas, repuso los cristales de las ventanas y también limpió la piedra y repasó el tejado........ No se cansa de trabajar y tiene que ver como están de bonitas esas cuadras...... Porque no las ha visto todavía. O ya las conoce?”. “Las conozco. Estuve en ellas una vez, pero de esto hace muchos años. Tantos o más de los que tú tienes ahora”, contesté yo. Y añadí: “Y está allí ese chaval. Porque imagino que también es un chico como tú”. 
Me daba la impresión que Castor estaba deseando hablarme del chaval y comenzó a explicarse: “Sí. Debe tener la misma edad que yo .... Si quiere conocerlo iré a buscarlo y lo traigo para que lo vea. Es algo tímido y quizás se azore al ver a un hombre que todavía es un extraño para él. Pero le aseguro que es un tío de ley y muy cariñoso también. Mi novia a veces siente celos de él y me dice que ese chico es tan amable y agradable conmigo porque le gusto. Pero son cosas que se le ocurren a Sole, porque si un defecto tiene es el ser bastante celosa. A mi me gustan las mujeres y a Miguel supongo que también. Pero la verdad es que nunca va al pueblo ni menciona si tuvo novia o si alguna chica le gusta. Pero tampoco habla de si antes de venir aquí tenía amigos o familia. Apareció un día por la mañana, ya hace un año, y me pidió si podía darle agua y descansar un rato al pie de esa magnolia. Lo vi tan cansado y sucio que me dio lástima y le dije si quería lavarse. Y al verlo limpio y recuperado de la fatiga, me pareció un chaval muy agradable e incluso atractivo. Y sobre todo con cara de buena persona. E indagué de donde venía y cuales eran sus planes. Me respondió que venía de otro país y sus proyectos eran encontrar un trabajo y quedarse en un lugar tranquilo donde poder vivir sin más aspiraciones que estar bien y tener un lugar donde dormir. Y le ofrecí quedarse conmigo para que me ayudase a mantener la casa y repartir las labores con las plantas. Y aquí se quedó. Pero hace un par de meses que está raro y hace cosas que no me las explico. Pero él sabrá el por qué y yo me fío de él, pues hasta ahora no me dio motivos para dudar de su amistad y buenas intenciones, tanto conmigo como con mi novia; a pesar de las tonterías que se le meten a ella en la cabeza...... Usted creé que un hombre puede enamorarse de otro?”.  
Dude para darle una respuesta coherente con mis pensamientos al muchacho, pero no me devané demasiado los sesos y respondí: “Bueno. En este mundo hay de todo. Y desde muy antiguo hubo hombres enamorados de otros, que se han amado con tanta fuerza e intensidad como puede hacerlo un hombre y una mujer. Sin embargo, no debe afirmarse sin más que el afecto entre dos muchachos o hombres adultos tenga que ser necesariamente un amor acompañado de un deseo carnal de uno hacia el otro”. Creo que me pasé usando términos tan académicos, pero eso debió convencer a Castor, o al menos puso cara de estar de acuerdo conmigo. Y me volvió a preguntar: “Voy a buscar a Miguel?”. Y como un ramalazo que me espabilase de repente, dije: “No..... Deja...... No te molestes en traerlo........ Iré yo a la cuadra y hablaré con él. Seguramente estará ocupado con algo y es mejor no distraerlo. Aunque sea algo tímido y aunque lo coja desprevenido, no creo que se esconda de mí...... Quizá le de una sorpresa, pero estoy seguro que él y yo vamos a ser buenos amigos”.
Y Castor insistió de nuevo relatándome las virtudes de Miguel: “Lo que más le gusta es ir a bañarse al río. Pero si vamos solos los dos. Cuando está mi novia y quiere acompañarnos él busca un motivo para no venir y quedarse en la casa. Eso es lo que me desconcierta de Miguel. Que no le guste que los tres pasemos un buen rato desfogándonos en el río. Es como si para esos juegos en el agua sólo me quisiese a mí y a nadie más. La verdad es que cuando vamos solos lo pasamos estupendamente, porque nos tiramos al agua a lo bruto y nos damos caladas y hacemos carreras. Y, además no nos importa estar en bolas y tomar el sol tumbados como lagartos sintiendo el calor en todo el cuerpo. Cuando estamos solos parece otro y siento que es muy feliz al verme a su lado...... Y yo también lo soy, que conste. Me gusta estar con él y me siento más libre para decir y hacer lo que me de la gana. Es distinto a estar con Sole. Pero ella me atrae de otra manera y además está lo del sexo. Ahí si que gana ella a Miguel!. Es muy guapa, ya la verá mañana. Y creo que está muy enamorada de mí. Tanto como yo de ella. Esa es la verdad”.
Ya tenía ganas de conocer a ese Miguel y también a Sole. Pero dónde quedaban mis planes destructivos?. Mi pensamiento era acabar con la casa grande esa misma tarde. Pero, al ver la cara de Castor y el entusiasmo del chico con todo lo que había levantado en ella, mi ánimo comenzó a claudicar y aceptar la idea de demorar la ejecución de la sentencia que yo mismo había dictado contra la gran casona. O mejor dicho, contra Alfredo y contra mi mismo, realmente. Además, por el momento este fantasma de mis recuerdos no se había manifestado todavía, como en el fondo yo esperaba nada más pisar el suelo de la casa grande. Y eso era un factor positivo a tener en cuenta para suspender por unas horas o días el cumplimiento de mis designios de destrucción. Pero tuvo que volver a hablar Castor del otro chico y se me pusieron los huevos de corbata. 
Y dijo: “Lo que pasa es que, como ya le dije, de un tiempo a esta parte está muy raro. Y coincide con esa manía que le entró por los caballos. Se pasa horas en la cuadra como si ya estuviesen los animales en ella. Y creo que algunas noches ha dormido allí en lugar de hacerlo en su cuarto. Que además cambió de habitación, también, y le dio por dormir en una de arriba, que me parece que era la del hijo de los antiguos dueños de esta casa, que se llamaba Alfredo y le gustaban mucho los caballos. Parece ser que se mató montando uno que no estaba domado del todo. Casualidades de la vida, no cree?”. Y tanto que hay casualidades en la vida y vaya si debía creerlo!. Que me iba a contar ese chaval de los Alfredos!. O del único Alfredo si es que el mío era el mismo que el de Amalia, lo que todavía no tenía claro ni me atrevía a conjeturar nada al respecto. Y Castor añadió, por si fuera poca la leña que ya alimentaba el fuego: “Será que le contagió esa afición dormir en el mismo cuarto y lo poseyó el espíritu de ese Alfredo?....... Yo no creo que existan fantasmas....Porque usted no creerá en fantasmas, verdad?..... No existen. A que no?”.
Así como escuchaba a Castor me iba quedando rígido y sin aliento. Y con un temblor en las manos que me delataba, sólo pude gritar:”Voy al establo a ver a ese chaval...... De que color son sus ojos?”. Castor hizo un gesto de incomprensión ante mi reacción y pregunta, pero respondió: “Pardos como los míos, creo”. “No estás seguro?”, pregunté. Castor lo pensó unos segundos y dijo: “Sí. Pero como ya le dije anda raro y a veces al mirarme me parecen que cambian de color y parecen..... No sé. Puede que sólo sean figuraciones mías y no le pase nada raro a Miguel”. “De que color te parecen sus ojos?”, le interrogué casi gritando. El chico hasta se asustó al verme tan agitado y con una voz apagada me contestó: “Creo que se parecen a los de la señora del retrato de la sala. El que está sobre la chimenea...... Pero él los tiene pardos, señor. Son como los míos y no grises. Así que debe ser por efecto de la luz que algunas veces se los veo de ese color....... Y suele ser cuando estamos solos y me mira a los ojos, o si me habla de los putos caballos de los cojones, que solamente están en su mente y no en la cuadra..... Al oírlo se me pone la piel de gallina de tan real como ve a esos animales que todavía no existen. Parece como si ya los tuviese delante y pudiese tocarlos y montarlos........ Un día se puso tan pesado con ese tema que llegó a asustarme. Pero Miguel nunca ha hecho nada para que le tenga miedo porque le gusten tanto los caballos y me mire con unos ojos brillantes como luceros en una noche de luna llena”. “Y su sonrisa es fascinante”, añadí yo. “Sí”, contestó Castor. Y el chico se encogió de hombros sin entender del todo mi deseo de ir a ver al chico en lugar de que él viniese a presentarse al nuevo amo de la casa grande.


XV
Antes de llegar a los establos me detuve y pensé en que le diría al chico que me encontraría allí, sobre todo si al mirarme sus ojos brillaban y me hería otra vez con ese color gris que los hacía irresistibles. Eché una mirada a mi alrededor por si algo me indicaba cualquier otra presencia que no fuese humana, mas al no escuchar nada extraño ni ver ningún ser, a no ser que me observase sin que yo pudiera verlo, entré en las cuadras y vi a un mozo, de espaldas y desnudo de cintura para arriba, que se afanaba en limpiar un pesebre vacío. Tuve que admitir que su cuerpo era bonito y con ese color de  piel uniforme y en un tono de tostado que tiraba al ámbar, daban ganas de tocarlo y rozar sus fibrosos miembros superiores. No pareció oír mi llegada y ni se volvió para verme ni se inmutó tampoco cuando le di las buenas tardes. Y al mirarme sin extrañeza, ni mostrar alguna timidez por serle desconocido, me fijé que quien me veía de arriba a abajo tenía los ojos de un precioso color pardo transparente.
Y eso me tranquilizó y sonreí al tiempo que le felicitaba por el estado tan pulcro de aquellos establos. Y añadí: “Veo que deben gustarte los caballos. Pero aún no hay ninguno para que cuides los pesebres con tanto mimo y dedicación.... Sabes montar?”. El chico me dedicó una sonrisa tan sincera como agradable y respondió: “Señor, sé que pronto habrá un par de caballos en este establo y me anticipé a preparar todo esto para albergarlos como es debido...... Porque además también sé que serán de pura raza y a esos ejemplares hay que saber tratarlos....... Yo los cepillaré para que su capa esté siempre brillante y luzcan su bella estampa al trotar por los alrededores...... Nuca anduve  a caballo, pero aprenderé si a usted no le importa que los monte”. “Siempre tuviste esa afición por los caballos o es algo repentino?”, le pregunté para sonsacarle. Y él me contestó: “No. Pero desde hace poco me gustan. Y aunque no sé el por qué, quiero cuidar esos caballos que va a comprar y dedicarme a ellos”. “Pero de dónde sacaste esa idea de que yo quería tener caballos en esta finca?”, exclamé. Y Miguel miró hacia otro lado y respondió: “Lo sé. Eso es todo”. “Pero por qué crees saberlo?”, insistí. Y el chico sin volver a mirarme, dijo: “Me lo dice él”.
Y no tuve más remedio que gritarle: “Mírame a los ojos!”. Y allí estaba la mirada que imagina ver. Los ojos de Alfredo me sonreían desde la cara de ese chaval, seguramente inconsciente en ese instante de lo que decía y sucedía en su interior. Y fue su voz la que me habló para decirme: “No pensarás ir al río a estas horas?........ Te entretuviste demasiado, en casa de Amalia, supongo, y ya no nos da tiempo de ir a darnos un baño...... Será mejor dejarlo para mañana”. Me quedé callado mirando la transformación de Miguel en Alfredo y al ver que seguía sonriéndome, esperando que le hablase, dije: “Es necesario que hagas esto?....... Entiendo que quisieses atraerme a esta casa, pero por qué no lo has hecho de la misma manera que entonces?...... Por qué utilizas a otros para verme y hablarme?...... Eso no lo entiendo, Alfredo”. El me clavó su mirada y dijo: “Qué importa como me veas si sabes que soy yo?...... Mejor dicho, qué más da como deseas darme forma, si al fin y al cabo eres tú quien me hace real!...... Sólo existo porque tu mente me crea y me da cuerpo y espíritu, cuando tan sólo soy una idea, una sombra que nunca llegó a vivir...... Primero fue mi madre la que me hizo como a ella le gustaba que fuera y me puso los ojos y el nombre de otro..... Y luego tú y nadie más me hizo sonreír de un modo fascinador y puso sentimientos en un corazón irreal, pero que supo aprender pronto a desear y amar al que me daba vida. Te necesito para seguir siendo lo que deseas tener y no te atreves a admitirlo. Y sin mí tú no puedes continuar viviendo....... Soy esa parte de ti mismo que nunca has dejado salir para darla a conocer al resto del mundo. Soy tus sueños y tus pesadillas y los más secretos deseos de tu ansiedad”.
Me senté en una banqueta pegada a una pared de la cuadra y un calor sofocante me hizo sudar y me costaba respirar el aire que se volviera pesado de repente. Y con la voz quebrada, dije: “Alfredo, deja en paz a otras criaturas si al único que quieres poseer es a mí. Me rindo y no voy a luchar más por apartarme de ti ni engañarme creyendo que puedo olvidarte, cuando en todo este tiempo nunca me has abandonado ni despierto ni en mis sueños........ Sal de ese cuerpo y deja a Miguel que viva y tenga sus propios gustos y aficiones y no le hagas decir ni querer lo que a ti se te antoja....... Tanto Castor como él son buenas personas y demasiado jóvenes para que no les dejemos vivir sus sueños tranquilos...... Y a ti no te voy a negar que me gustan..... De sobra sabes lo que sentía al estar contigo jugando desnudos en el río. Pero ellos tienen otros gustos y aspiran a una vida a la manera que más les apetezca...... Y supongo que Sole también, aunque todavía no la conozco...... Déjate ver como eras antes, porque así me gustabas mucho más”. Cerré los ojos agotado de digerir lo que me estaba pasando y al abrirlos de nuevo me encontré con un Miguel muy asustado que me abanicaba con una mano y me preguntaba si estaba bien y que iría a llamar a Castor para que avisase a un médico por si mi desvanecimiento pudiese deberse a algo grave. 
“No hace falta que llames a nadie!”, exclamé. Y el chico se quedó parado sin dejar de mirarme con gesto de preocupación. Y le pregunté: “Qué pasó?”. Y Miguel respondió: “Estaba hablando conmigo y de pronto se puso blanco y se sentó ahí; y en cosa de segundos se le pusieron los ojos en blanco y luego balbuceaba palabras que no pude entender. Y las pocas que entendí no tenían sentido. Tardó poco en recuperar el conocimiento, pero menudo susto me dio!. Se encuentra bien?”. “Sí. Debió ser cosa del cansancio, pero ya estoy bien....... De todos modos ayúdame a levantarme y acompáñame a la casa”, le dije a Miguel. 
Y salimos de la cuadra despacio y yo me apoyé en el brazo del muchacho, que no dejaba de mirarme como si fuese a caerme de nuevo al suelo.  Castor nos vio venir y se acercó, primero sonriendo y al estar más cerca puso cara de interrogación, y preguntó si había sucedido algo. Y Miguel le contó a grandes rasgos el incidente y les dije a los dos que la cosa no era para tomarla de forma tan seria y que no se preocupasen por mí. Y ver tan pendientes de mí a esos chicos y notar con que afán me acogían, me obligó a replantearme mis planes respecto a la casa grande y comencé a dudar sobre si lo que pretendía hacer entraba dentro de la cordura. Quemando la casa y la finca alteraría no sólo la vida de ambos chavales, sino también el orden natural de los acontecimientos que se estaban desarrollando desde el primer momento que llegué a la casa. Y con la mano en el corazón me dije a mí mismo que no tenía ningún derecho a destruir todo aquello para sepultar malamente mis propios temores e indecisiones para plantarle cara a la vida tal y como realmente debía vivirla hasta el final de mis días.
Y esa aceptación de mi propio ser, pasaba por admitir mis pasiones más íntimas y escondidas y no negar mi necesidad de afecto y la dependencia a que estaba sometido por ese otro ser impreciso y sin término ni medida que que me obsesionaba desde mi más tierna juventud. Alfredo era tan real como yo, porque vivía en mí y yo reflejaba su forma en el contexto que me rodeaba. Sobre todo dentro de los límites de la finca de la casa grande, que me servía de escenario perfecto para darle cuerpo a mis ensoñaciones, que dejaban de ser irreales para encarnarse en un mundo creado en mi cabeza. O me equivocaba de medio a medio y ese mundo no lo ideaba yo sino Alfredo?. Y si él era la realidad y yo su ilusión para tomar forma y sentir la vida a través de otra existencia ajena y supeditada a su voluntad de ser algo cierto dentro del gran universo que todo lo engloba y trasforma hasta volverlo a su origen convertido en pura energía?. Era acaso el simple embalaje para contener esa fuerza superior que yo identificaba con Alfredo?. Mi cabeza me daba vueltas y sentí un dolor en la base del cráneo que me obligó a bajar la vista al suelo.
Sencillamente no quise luchar más contra hipotéticos gigantes, que tan sólo eran viejos molinos de viento, y claudiqué. Claudiqué de todo y respecto a todo. Y acepté lo que desde hacía tiempo debía haber admitido como mi verdadera y más real identidad. Y le dije a los dos chavales: “Desde hoy mismo habéis de considerar que esta es vuestra casa. Tan vuestra como mía, porque, entre los dos y con la ayuda de Sole, la habéis mantenido en pie y montasteis un hogar agradable y muy acogedor, tanto para vosotros como para mí...... Contaréis con la financiación necesaria para que ese negocio de las plantas prospere y también compraremos un par de caballos con buena estampa para que Miguel aprenda a montar y cumpla su deseo de cuidarlos. Y sé que pronto serás un experto en caballos y no me preguntes ahora como lo lograrás. Quédate tan sólo conque llegarás a conocer todo lo necesario para tratar con caballos....... Y en cuanto a ti, Castor, te encomiendo la administración de esta finca y la responsabilidad de remozarla y mantenerla mientras viváis en ella los dos....... Y para ello no es necesario que gastes tus ganancias, sino que yo correré con los gastos, porque a mí me corresponde hacerlo. Y por último, me gustaría dormir en la habitación que tú, Miguel, usas ahora; pero no quiero que te alejes demasiado de ella, porque deseo que duermas cerca de mí. Me gusta tu compañía y me sentiré más seguro si sé que te tengo a mi lado. Al lado de ese cuarto hay otro que es mucho más soleado y alegre. Y ese será para ti..... Espero que no te moleste hacer ese cambio?”. “En absoluto, señor. Además yo tengo otro cuarto en la parte del servicio. Ni sé por qué se me dio por dormir ahí unas cuantas noches!..... Pero si prefiere que me quede junto al suyo, lo haré de mil amores, señor. Estaré encantado de dormir en esa otra habitación...... Pero hay una cosa que debe saber. Cuando estuve arreglando los tabiques y retocando la puertas y ventanas, comprobé que entre las dos habitaciones hay una puerta que está tapada por el papel que tapizas las paredes. Lo sabía?”. “Sí..... Y mañana quiero que la descubras y dejes la puerta a la vista”, le ordené sin titubeos.
Y al oír eso, la sonrisa de Miguel quizás resultase enigmática para Castor pero no para mí. Yo sabía bien cual era el matiz de esa sonrisa y del gesto que dibujaban sus labios. Y aunque sus ojos no cambiasen de color, también supe qué quería decirme con su mirada elocuente y directa como un puñal que me lanzase al corazón. Les dije que necesitaba descansar un rato y subí al cuarto de Alfredo, que ya era el mío por derecho de propiedad. Me senté en la cama y al poco apareció Miguel con sábanas limpias para hacerme la cama, retirando las que él usara anteriormente. Y estuve a punto de decirle que por mí no se molestase y dejase las que estaban, pues no me importaría notar que él hubiera dormido antes en ellas. Pero no dije nada y el chico, con una diligencia asombrosa, mudó la cama y llevándose sus sábanas me dejó solo con mis pensamientos y deseos. 
Y tal y como estaba sentado me miré en el espejo del armario y me vi cambiado. Me pareció que mi semblante era más jovial y hasta mi cuerpo daba la impresión de haber rejuvenecido unos años. Me puse de pie y observé despacio mi propia figura y me vi todavía atlético y con un cuerpo bien definido que aún podía resultar muy atractivo. Y estando en esta contemplación, a mi lado apareció otra figura más joven y de aspecto ágil y elástico, mucho más guapo de lo que yo recordaba. Su tipo resultaba asombrosamente parecido al de Miguel; e inmediatamente comprendí por qué me resultara tan familiar y agradable el aspecto de ese muchacho nada más verlo. Más que sonreír, reí abiertamente al vernos juntos en el espejo y lo saludé: “Hola Alfredo....... Por ti no ha pasado el tiempo y sigues igual que entonces”. Sus ojos me abrasaron el alma y me respondió: “Ayer te dejé en el puente y hoy tardaste más de la cuenta en venir a buscarme para ir al río. Pero no importa porque iremos mañana y también todas las tardes que nos apetezca, pues ya no tienes que ir a ninguna otra casa. Ahora te quedarás en la mía conmigo. Y así no volverás a llegar tarde nunca más....... Mírate bien y verás que en un  solo día ni tú ni yo pudimos cambiar tanto como pareces creer. Siempre estás tan guapo que no puedo dejar de admirarte y desear estar contigo....... Además, mi permanencia en el tiempo sólo depende de que me recuerdes y me hagas presente. La inmortalidad simplemente consiste en que no te olviden y dejes de estar en la memoria de los vivos. A mí me creó una mujer en su recuerdo, porque me quería y no soportó que no llegase a ver a luz con mis propios ojos. Y mi madre, que me dio el nombre de su hermano, no fue quien me dotó de estos ojos grises, ni de una sonrisa que engancha a quien le sonrío. Esos atributos me los diste tú, porque son la sombra de los tuyos. Tus ojos verdosos se ven grises en mi cara y tu forma de sonreír, tan sensual, se vuelve encantadora en la mía, por que también lo es la tuya...... Soy el reflejo de ti mismo y ese muchacho que te recuerda a mí, es decir, a la idea que tu mismo te has forjado del ser que deseas y que amas desde que lo creaste en tu mente, es la tabla de salvación que necesitamos los dos para continuar viviendo y alcanzar la felicidad que nunca tuvimos plenamente”. Y Alfredo me besó de nuevo en los labios y creí morirme al contacto de su boca y al respirar su aliento, tan fresco y a la vez cálido que no pude resistirlo. 


XVI
Desperté tras esa primera noche en la casa grande como si hubiera renacido a otra vida  y que sería diferente en todo a la que llevaba en la ciudad. Me levanté nada más oír ruido en la habitación contigua, donde durmiera Miguel, y me acerqué a la puerta que las unía para comprobar si estaba cerrada del todo o si quedara una rendija entreabierta para que nuestros oídos espiasen los sueños. Estuve a punto de abrirla del todo y ver al chico desnudo o al menos como se vestía, pero no lo hice y me quedé sentado en la cama esperando  que él bajase primero las escaleras. Sentí que Alfredo me veía por el espejo del armario y le dije que no se celase del chaval, que tan sólo era un chico que me caía bien, pero sin pretender nada con él. Se le veía tan joven a ese rapaz, que entendías lo bella que resulta la vida cuando la sangre bulle en las venas y todo parece nimio y sencillo para echárselo a la espalda sin mayores complicaciones para ser sincero con uno mismo y con el mundo que te rodea. Alfredo se reía, pero no dijo nada y me puse encima unos pantalones cortos y una camiseta cualquiera para bajar a desayunar con mis nuevos amigos. Pero antes de salir del cuarto, me preguntó Alfredo: “Cuando comprarás los caballos?”. “Crees que podré montarlos todavía?”, le pregunté yo a él. fijo en los míos sus ojos grises y añadió: “Lo hacías bien cuando montabas en el picadero”. “Y tú como lo sabes?. Acaso estabas allí para verlo?, dije yo. Y Alfredo, sin dejar de sonreír, dijo: “Siempre estuve a tu lado viendo lo que hacías”. Eso me fastidió y le pregunté algo enfadado: “Y también estabas conmigo cuando hacía el amor con mi mujer?”. “No.... en ese tiempo no me necesitabas y menos para follar con ella. Y te dejé a tu aire..... Y así te fueron las cosas con esa mujer..... Y ya ves como has vuelto a mí y a desear que no vuelva a dejarte solo...... Convéncete que sin mí no eres nada, porque yo soy esa parte de ti que has intentado ocultar sin saber que de ese modo estuviste a punto de amputar parte de tu alma. Pedro, no se puede luchar contra uno mismo y hay que aceptar lo que cada uno es y siente”. 
Y estando con los chicos en la mesa de la cocina, nada más darle el segundo mordisco a una rebanada de pan con mantequilla y mermelada de fresa, le dije a Miguel: “Vamos a comprar un par de caballos...... O mejor tres. Porque será conveniente disponer de uno bien domado y no excesivamente brioso para que aprendas a montar antes de subirte a otro más fogoso....... Supongo que yo recordaré todavía mis tiempos en los que iba a un picadero. Era tan joven como lo eres tú ahora y no se me daba mal montar a caballo..... Espero que los años no me hayan privado de demasiada agilidad para poder sostenerme con cierta seguridad sobre la silla..... Ya veremos como se te da a ti la equitación...... Aunque estoy seguro que aprenderás pronto y enseguida podremos darnos largos paseos por los alrededores los dos juntos...... Y si Castor quiere acompañarnos, pues tendrá que aprender también a manejar las riendas y sostenerse sobre la grupa........ No crees, Miguel?”. “Claro!....... Lo primero es comprarlos y luego ya veremos quien monta mejor. Porque pienso aprender muy rápido!”. Y se oyó la voz cálida de la chica decir: " Acaso yo no cuento en eso de montar?". "Tú cuentas para todo", añadí sin mucha convicción.
No tuvo que pasar mucho tiempo para ver tres preciosos caballos en los establos, que los cuidábamos entre Miguel y yo, ni tampoco para que, como laboriosas hormigas, con los dos chicos emprendiera la labor de remozar la casa grande, por dentro y por fuera, animados por la grácil silueta de Sole; que, como la reina de la colonia, trajinaba de un lado a otro opinando y aportando sus ideas para dejar el escenario de nuestras vidas más acogedor y agradable de lo que nosotros hubiésemos logrado estando solos y no contar con las sugerencias de la muchacha. En cuanto la conocí, comprendí que tuviese a Castor embobado y encelado a sus preciosos pechos y a esas cimbreantes caderas que movía con tanto salero como gracia al caminar o hacer cualquier movimiento, aunque solamente estuviese parada mirándonos y dándole vueltas en la cabeza a algo que no acababa de ver claro o aún no le parecía acorde con el resto de la decoración o funcionalidad de la estancia, conforme a la dedicación y función que se pensaba dar a las cosas. La chica no sólo era guapa y con unos ojos tan expresivos como claros y espabilados, sino que apetecía tenerla al lado y no dejar de verla como una fruta fresca que alivia la sed en esas tardes tórridas del verano; aunque sabes que si abusas en su contemplación, es posible que aumente la temperatura de tu cuerpo y te haga sudar y tener pensamientos ardientes si la ves o imaginas ligera de ropa.
Confieso que me tenía en un bolsillo la moza y con cuatro carantoñas conseguía mi aprobación a cuanto se le ocurría. Y si a mí me traía como un manso cordero con un par de zalamerías, cómo no iba a tener cautivo de sus encantos a su novio!. A él le hacía bailar en un centímetro cuadrado sin mover los pies del suelo, con sólo mirarle los ojos o lanzarle un esbozo de beso por el aire al girarse y encontrase de frente los dos. Era al mismo tiempo tan alegre como una mañana de romería y seria si se terciaba el momento. Y siendo casi por costumbre dulce, sin llegar a resultar empalagosa, podía tener un repunte arisco si Miguel se empeñaba en buscarle las cosquillas. Sin duda añadiría que la chica tenía carácter y ya era toda una mujer.
La reforma de la casa avanzaba, dándole un toque moderno y actual, tirando a minimalista, no sólo de acuerdo con mi gusto, sino también al de los muchachos, sin que nuca faltase que Sole pusiese un adorno floral, sencillo y nuevo cada día, sobre una mesa del salón para alegrarnos la vista al poco de levantarnos de la cama. Y hubo que cambiar bastantes muebles aprovechando únicamente algún que otro complemento decorativo con el fin de conservar el alma intrínseca de la casona y perpetuar el recuerdo de los que vivieran en ella anteriormente. Y, por tanto, el retrato de la matriarca, la perspicaz doña Regina que todo lo vigilaba con su penetrante mirada de ojos grises, se mantenía firme colgado en el lugar de honor de la sala. Se quitaron los viejos papeles que tapizaban las paredes y se desnudaron las ventanas de cortinajes y visillos, eliminando tanto trapo para dejar pasar la luz y alegrar el espacio permitiendo ver los árboles del jardín sin estorbos desde cualquier habitación de la casa.
Por las noches, a través de la puerta que comunicaba mi cuarto con el de Miguel, que algunas noches me daba por pensar que estaba entreabierta, escuchaba su respiración acompasada cuando él dormía y la agitación creciente que sufría su respirar al masturbarse en plena noche, sin que yo estuviese seguro que escenas imaginaba ese muchacho o que sensaciones acompañaban a su mano para llegar a ese solitario orgasmo  que yo oía y hasta podía oler desde mi cama. A veces daba por seguro que lo provocaban los crujidos que se filtraban desde el techo y los dos percibíamos mientras Castor y Sole gozaban su amor en la cama. Sin embargo, otras muchas noches no necesitaba el aliciente de esos morbosos ruidos para que Miguel se solazase él mismo apagando sus gemidos y jadeos al llegarle la eyaculación. Y yo me excitaba también con el chico y soñaba que estábamos juntos en la misma cama. Pero simplemente era un sueño que no correspondía a algo real. Aunque Alfredo venía a mi lado y me calmaba con sus caricias y esos besos tan tiernos que sólo él sabía como dármelos para poner mi lujuria en el disparadero.
El, mi Alfredo, estaba conmigo en cuanto me quedaba solo y los chicos atendían sus quehaceres. Ellos no lo veían nunca, porque él no deseaba que supiesen que estaba en la casa con nosotros y se escondía en cualquier lugar de la finca donde nadie, excepto yo, podría encontrarlo. Y no sólo me acompañaba al río como entonces, cuando éramos adolescentes los dos, sino que también me acompañaba a casa de Amalia si alguna tarde iba a visitarla. Y para no dejarlo solo esperándome en el puente, pocas veces volví a cruzarlo para ir a la otra orilla. Quien iba casi a diario era Sole y con cierta frecuencia lo hacía Castor. Pero Miguel, al igual que Alfredo, no quería pasar al otro lado ni alejarse más de lo necesario de la finca. 
Y recuerdo que una tarde en casa de Amalia, ella me trajo unas suculentas ciruelas, amarillas como el oro y rebosantes de agua tan dulce como el almíbar, y al ir a morder una, me fijé en los glotones ojos de Alfredo y alargué la mano para dársela antes de  llegar a probarla. Sin duda era la más grande y madura del plato y por un instante quedó suspendida en el aire, cayendo para estamparse en el suelo derramando sus jugos. Alfredo no fue capaz de cogerla con la misma realidad que lo hacía conmigo y la ciruela se perdió y quedó inservible hasta para las hormigas, pues Amalia se dio prisa en recogerla y limpiar bien para que su olor no las atrayese formando una interminable fila india hasta comérsela entera. Me gustaba estar con Alfredo a solas y sentir sus dedos sobre mi piel al tomar el sol en el río. Y a él le encantaba que jugase con su pelo y recorriese su espina dorsal con mi lengua para terminar mordisqueándole la nuca, haciéndole unas cosquillas que no soportaba.
Un día, estando tumbados al borde del agua entreteniéndonos en esos juegos, oí moverse unas ramas y al hacerse más cercano ese ruido apareció Miguel cubierto tan sólo por un vaquero sin perneras y con un par de rotos en el culo que dejaban ver dos retazos de sus nalgas. Me alegré al verlo y le dije que se acercara a nosotros, pero creo que Alfredo se molestó con él por interrumpirnos y nos dejó solos. El chico se acostó a mi lado y se estiró en el suelo cruzando los brazos detrás de la cabeza, pero solamente se desabrochó la cintura del pantalón sin bajar la cremallera ni quitárselo para ponerse desnudo como estaba yo. Miraba al cielo y yo le miraba a él. Concretamente posé mis ojos en su vientre y no los moví de ahí mientras esperaba que me hablase de algo, ya que a mí no se me ocurría ningún tema de conversación en ese momento. Miguel torció la cabeza hacia mí y me preguntó: “Estuvo casado, verdad?”. 
Me quedé un tanto sorprendido por la pregunta, soltada tan de sopetón, y respondí que sí. Y el chaval añadió: “A un hombre que le gusta una mujer, puede sentir algo por otro tío?”.  No sabía si contestar lo que yo creía o si decirle lo que él desearía oír, pero le dije que sí. “Y si la ama?”, insistió. Y le respondí: “Si la ama de verdad y no es un espejismo formado por la bruma de sus propios anhelos y miedos a la soledad y a no ser querido, entonces la querrá y deseará tanto que no tendrá ojos para nadie más. Pero si no es tan fuerte el sentimiento hacia ella, la atracción por otro ser no tardará en vencer su resistencia y claudicará para entregarse y caer en sus brazos, ansioso por sus besos”.
Miguel calló y sin decir nada más se quitó los pantalones quedándose desnudo. No pude negar que era bello el cuerpo de ese joven y me entró un sudor frío que me hizo tiritar. Me puse boca abajo y él se quedó adormilado panza arriba. Y con algo erótico debía estar soñando porque su pene empezó a engordar y endurecerse, creciendo notablemente a lo largo de su vientre. Y a mi lado apareció Alfredo diciéndome: “Tócalo si eso es lo que quieres y te mueres por hacerlo”. Me revolví hacia él y exclamé: “Estás loco!..... Es un chaval y no desea que otro hombre lo acaricie ni le toque con otra intención que no sea tan inocente como sus pensamientos y deseos”. Alfredo rió y me dijo: “Qué tonto eres!..... El loco es él, pero lo está por su amigo y compañero. A este muchacho le gusta Castor y desea tocarlo y besar su boca. O no oyes como se masturba?. Lo hace pensando en ese otro joven que por ahora sólo tiene ojos para su novia. Y Miguel sufre y necesita que otro hombre lo desee y le quiera tal y como es, con defectos y virtudes. Y sin reprocharle que no sienta atracción física por una mujer. Vamos!. Atrévete y besa sus labios!. Está dormido y te aseguro que no sabrá nunca lo que has hecho durante su inconsciencia, porque a quien besarás y amarás no es a él sino a mí”. Y los ojos de Miguel se abrieron y su color no era pardo sino gris. Y Alfredo me besó a mí con la boca de Miguel y me acarició con sus manos y yo abracé a mi amigo estrechando ese otro cuerpo joven y prieto que tan sólo dormía, posiblemente imaginando que era otro el que estaba acostado con él en la hierba. Y por primera vez. Alfredo y yo nos amamos realmente. 
Luego quedé tendido sin fuerzas junto al chico. Y al notar que se despertaba, cerré los ojos para ocultar mi vergüenza por haber usado su cuerpo soñoliento y sin voluntad, mientras lo poseía Alfredo para que los dos retozásemos como nunca hubiéramos hecho entonces, en nuestras primeras tardes en ese río que tanto sabía de mis verdaderos sentimientos y mis deseos más íntimos y secretos. Imaginé que se palpaba al oírle mascullar entre dientes: "Joder!. Debí ponerme muy cachondo porque estoy pringado!..... Esto se arregla con agua". Y noté un rápido moviendo a mi lado y en décimas de segundo escuché un chapuzón que indicaba que el chaval se tirara al agua de golpe. Y pocos minutos después, sentía la salpicadura fría unas gotas sacudidas sobre mi cara. Y abrí los párpados fingiendo que me despertaba; y el chico me preguntó con intención de empujarme hasta el río: "Vamos al agua?". "Vamos", respondí. Y sus ojos eran pardos y bajo esa piel solamente estaba Miguel. Y me pregunté en silencio: "Será posible que no se haya enterado de nada?". Pero lamenté que eso fuese así.


XVII
Miguel adoraba los caballos y su atracción por ellos crecía a tal ritmo que pronto consiguió dominarlos y mantenerse sobre la silla, o cabalgar incluso a pelo, y daba la impresión que se entendía con ellos y podría hablarles un su misma lengua. Al montar sobre el lomo del noble bruto era como si otro ser estuviese en su pellejo y fuese ése y no él quien le hablaba al animal. A mí me encantaba dar largos paseos con el chico, montados en los dos caballos más nerviosos y de mejor estampa, y nació entre nosotros una confianza y camaradería más propia de dos chavales de su misma edad que entre un chico tan joven y un hombre ya maduro que había dejado atrás los cuarenta. Y, sin embargo, nos entendíamos bien y a veces creía que Miguel estaba más cómodo conmigo que con Castor. 
Eso no quitaba que al ver medio desnudo a ese otro mozo, enseñando el inicio de la raja del culo, cosa que era habitual en él, Miguel se pusiese muy colorado y nervioso y a mi me entraban sudores pensando en el tacto recio de esas dos bolas de carne que el muy cabrón solamente dejaba que se insinuasen. Yo siempre me decía para mis adentros: “Cómo debe gozar Sole agarrando con fuerza esas putas nalgas y apretarlas contra ella cuando la está follando”. Y seguramente a Miguel lo que más le jodía era que si el enseñaba también el comienzo de su trasero, que lo tenía precioso, Castor se quedaba indiferente y no le causaba la menor inquietud verle el culo entero. Castor se quedaba entontecido al mirar las apretadas tetas de Sole que sobresalían por el escote de la blusa o el vestido dejando ver la mitad de sus bonitas manzanas algo doradas por el sol. 
El caso era que Miguel y yo nos divertíamos juntos y podíamos hablar de cualquier cosa que no fuesen temas sobre los que el chaval no poseía conocimientos suficientes o ninguno en absoluto, como eran los propios de mi profesión, o ese otro tabú, que yo no quería mencionar ni que saliese a relucir nunca hablando con el chaval, por si fuera el caso que él sospechase algo acerca de ese espíritu que más de una vez entrara en su cuerpo para usarlo de medio en la extraña relación amorosa que yo mantenía con Alfredo. Puede que Miguel no fuese consciente cuando el otro se apoderaba de su voluntad y transformaba sus ojos y mirada, volviéndola de un intenso color gris brillante como una estrella solitaria que resalta en el firmamento en una de esas noches sin luna, pero plagada de estrellas unidas en constelaciones. Como ese astro que llama nuestra atención al verlo en la oscuridad y llegamos a creer a veces que en vez de una estrella podría ser algo extraño a nosotros y al universo que nuestras mentes alcanzan a ver y entender. 
Esa experiencia utilizando a Miguel como caparazón del espíritu de Alfredo se había repetido en dos ocasiones más después de la del río. Y ni mi sentimiento de culpa ni la vergüenza inicial de entonces pudieron evitar que me plegase al deseo de Alfredo y besase los labios de Miguel absorto en los ojos grises del que lo dominaba desde el interior. Y en algunos instantes me parecía advertir que el verdadero Miguel reaccionaba también a mis caricias y debajo de los de Alfredo me miraban sus ojos pardos, no con odio ni sorpresa por usarlo sin su consentimiento, sino con un atisbo de asentimiento y placer al sentir en la piel mis manos y el calor de mi cuerpo sobre el suyo. Sin embargo, yo estaba seguro que el chico deseaba al otro muchacho y no se le pasaría por la mente apetecer sexualmente a un tío que le llevase tantos años, pues en ese tiempo le doblaba la edad al chaval. Además, no hacía falta más que ver el modo en que Miguel miraba a Castor para darse cuenta que en sus poluciones nocturnas estaba presente ese mozo y no otro hombre ni mucho menos una mujer. Con Sole el rapaz mantenía un entente cordial sin llegar a intimar más allá de lo justo ni permitirse un resbalón que la pusiese en guardia sobre las secretas intenciones del chico respecto a su novio.
Mi conciencia me remordía con tanta fuerza como me atraía el muchacho al verlo a mi merced sumergido en un letargo que yo imaginaba inconsciente. Pero aunque quisiera evitar aprovecharme de él de ese modo, me sentía incapaz de revelarme contra los deseos que me imponía la carne y mucho más para hacerle frente a la persuasiva invitación que Alfredo me hacia para gozar una relación que estaba vedada a un ser sin contorno definido ni dimensión alguna de tiempo y espacio. “Sólo a través de ese muchacho podemos sentir lo que siempre has deseado desde que nos conocimos”, me repetía Alfredo insistentemente al verme reacio para abrazar y besar la forma humana de Miguel. Muchas veces estuve tentado a preguntarle al chico si notara algo raro en ocasiones, pero no me atreví a profundizar en algo que para mí mismo era todavía inexplicable. E incluso a veces me parecía que tan sólo lo había soñado y no se produjera el menor contacto físico con Alfredo por medio del cuerpo del muchacho. 
Pero al margen de tales conjeturas, he de decir que mis días en la casa grande con los chicos y Sole eran tranquilos y sobre todo muy felices. Tanto que ni echaba de menos mi anterior vida en la ciudad, ni ganas tenía de volver a ese mundo de prisas y agobios de tráfico y asuntos de trabajo o compromisos que suelen presentarse con variado cariz. Sole realmente nos alegraba con su risa y un modo de ver las cosas por el lado positivo. Y Castor ponía un toque de sencillez en sus maneras y gustos, sin afectación alguna, y envuelto él mismo  en una sinceridad tan aplastante, que aparte de tremendamente viril resultaba un tanto rústico y encantador. Era una criatura afable y con buen humor que nunca fruncía el entrecejo ni decía a nadie una palabra malsonante. Me parecía tan entrañable como atractivo y entendía que le gustase tanto a su novia como al otro muchacho. Lo malo era si llegaba a estallar una rivalidad entre Sole y Miguel, queriendo llevarse al huerto a Castor cada uno por su lado. Y hasta llegué a pensar si el ambiente de la casa grande, o un espíritu que nos dominaba a todos dentro de ella, influía en nosotros despertándonos deseos y pensamientos que quizás en otro lugar mantendríamos dormidos.
Y lo más real era que los tres formábamos ya parte de esa mansión y cada día que pasábamos juntos en ella nos convertíamos en su misma esencia, atrapándonos entre sus paredes sin dejarnos escapar ni tampoco querer huir de allí. Flotábamos en su atmósfera y nos sujetaba a esa finca una fuerza superior que nunca podríamos vencer. Al menos ni Miguel ni yo y puede que Castor tampoco. Desde que fui consciente del influjo que la casa grande operaba en algunos espíritus, supe que si alguien podría escapar de ella era Sole. Nosotros tres, me refiero a los dos chavales y a mí, estábamos enredados en una red invisible, pero más fuerte que el acero, que nos retenía en la casa para alimentarse con nuestras vidas y completar su alma con las nuestras. Y no sé si todo eso lo orquestaba Alfredo o también él era parte del mismo juego a que nos sometía la casona para prevalecer en el tiempo sobre aquellos que la habitaban creyéndose sus dueños. Y la única dueña de ella misma era la casa grande; y también era dueña de todos los que entrábamos en ella para quedarnos. Porque fuese cual fuese las intenciones, la casa se encargaba de cumplir sus propios designios y apoderarse de sus habitantes para siempre.
Ahora estoy convencido que todos bailamos al son que quiso tocarnos esa casa y no fuimos capaces de salirnos del círculo mágico que trazó a nuestro alrededor para mantenernos controlados y unidos a su antojo. Y, como remate, no faltaba la colaboración de Alfredo para poner las cosas en su punto si era preciso darnos un empujón y llevarnos al terreno donde la casa grande quería vernos. Y fue una tarde, tras el almuerzo y al ir a dormir la siesta cada cual a su cuarto, cuando ocurrió lo que nunca esperaba ni creía posible. Castor y Sole no parecían tener ganas de irse a su habitación a descansar un rato y Miguel me dijo que subía a echar una siesta un par de horas. Yo no tenía sueño, pero me gustaba saber que en la habitación vecina estaba el chaval desnudo y probablemente cachondo pensando en el otro chico. Y subí detrás de Miguel diciéndole hasta luego a los otros dos jóvenes que ya retozaban en el sofá de la sala.
Sin embargo, Miguel no entró en su cuarto y se quedó en la escalera espiándolos. yo entré en mi dormitorio, pero no cerré la puerta del todo y por la generosa rendija que dejé abierta podía ver a Miguel agazapado en los balaustres del pasamanos. Sólo lo veía a él, pero por sus gestos y actitud pude imaginar que pasaba abajo. Y vi con claridad como Miguel se desabrochaba los pantalones y su brazo me indicaba que la mano se ocupaba de algo más contundente que acariciarse el pene. Sole y Castor tenían que estar morreándose de lo lindo o follando medio en pelotas, porque la excitación de Miguel demostraba que la escena que miraba lo estaba poniendo como un burro. Así estuvo un rato; y yo, tan caliente con él, aguardaba el desenlace de su calentura, pero me sorprendió que de repente se diese media vuelta y dirigiéndose a mi cuarto abriese la puerta y la cerrase tras él. No dijo nada y yo disimulé mi empalme ahuecando las sábanas para que no notase la rigidez del miembro que intentaba esconder. Pero no debió cuajar la treta porque el chico se acercó a mi cama, se sentó a mi lado y sin dejar de mirarme con sus ojos pardos me besó en la boca. Me quedé atónito de entrada, pero al segundo reaccioné y fui yo quien lo besó a él en los labios con mayor fuerza todavía. Miguel, sin incorporarse, se quitó los pantalones y la camiseta y me destapó para tumbarse a mi lado y pegarse totalmente para rozarse voluptuosamente contra mí. Y esa vez era él y no Alfredo y no rechacé su entrega ni sus besos y sobeos. 
Duró poco, pues, probablemente más por la excitación nerviosa que por la sexual, los dos nos vertimos casi al mismo tiempo tan sólo con sentir el calor de esa otra carne, ansiando satisfacer una lujuria desbordada por el placer de otros y contenida por nuestra propia inseguridad. Y al irse Miguel quedé destrozado en lugar de satisfecho, porque estaba seguro que solamente me había utilizado para descargar sus testículos, recalentados por la visión de ese otro hombre que tanto deseaba solazándose con la novia. Y por si mis recelos al respecto no fuesen suficientes, vino a remachar el asunto Alfredo, diciéndome que todos nos aprovechábamos de otros si las circunstancias nos eran propicias. A mi me escocía que Alfredo se metiese en la piel de Miguel para que yo pudiese sobarlo y besarlo como dos amantes, pero no desaprovechó la ocasión mi querido amigo sin cuerpo para restregarme en las narices que el rapaz me había usado para satisfacer la libido provocada por Castor. Y por tanto no era como para tener tantos remordimientos que nosotros lo hubiésemos utilizado a él un par de veces o alguna más. Eso ya daba igual, pues el chico también buscaba lo mismo y estaba claro que prefería a un hombre para satisfacer sus necesidades sexuales. Y Alfredo tuvo el cuajo de recordarme que aunque ya fuese un cuarentón, aún tenía un cuerpo como para hacerme un favor y que no era tanto sacrificio para el chaval acostarse conmigo. El muy cabrón lo decía porque él seguía igual de joven y de guapo que cuando nos vimos por primera vez y sabía que su cara, sus ojos y sin duda su sonrisa me desarmaban y me rendía sin remedio a cuanto quisiera pedirme. 
Debí dormirme después de charlar con Alfredo y me di prisa por ver si también estaba levantado Miguel, por el sólo hecho de verlo y comprobar si me sonreiría al verme o se avergonzaría por haberse acostado conmigo. Pero no lo encontré y bajé para saber por donde andaba el muchacho. Y Sole, muy contenta, seguramente por el polvo disfrutado con su novio, me informó que Miguel y Castor se habían ido a darse un baño en el río. Y eso me descolocó totalmente y quise helarle la sonrisita en la boca; y maliciosamente le insinué que posiblemente ellos habían preferido ir solos y no llevarla al río para que también se diese un baño, porque seguramente lo pasarían mejor juntos. Sole, con una media risita me dejó claro que si no iba era porque no le apetecía, pues Castor, antes de marcharse, le preguntara si no le parecía mal que la dejase para acompañar a Miguel. Sin duda quiso dejar constancia que tenía a su novio comiendo en su mano como un cordero y si le soltaba la cuerda era porque estaba segura que era suyo y de nadie más. Y ahora era yo quien sentía celos de Castor. O quizás lo que temía era que fuese Miguel el que consiguiese encelar a su joven  amigo y lo llevase tras un matorral para saciarse de ese olor a macho que desprendía el mozo. Y si solamente fuese de un aroma viril de lo que tenía ganas Miguel!. Mas yo sabía bien que ese chaval necesitaba mucho más que eso y únicamente Castor podía darle lo que tanto buscaba en otro hombre.      
Salí de la casa con intención de montar a caballo y galopar sin rumbo para calmar mis ansias, pero me salió la paso Alfredo y me convenció para ir también al río y darnos un baño en compañía de los otros dos muchachos. Y no tuvo que hacer mucho esfuerzo para convencerme y llevarme donde él quería para hacer conmigo lo que le diese la gana sin que tuviese que forzarme demasiado para conseguirlo. El mandaba y yo no sabía como resistirme.


XVIII
Llegué al río acalorado, siguiendo el paso acelerado de Alfredo, y al ver a los dos chavales tendidos sobre la hierba, retozando como cachorros, me oculté tras un matojo y quise ver donde pararía aquel juego que los tenía enzarzados a los dos. Se reían, pero daba la impresión que era una pelea típica de críos lo que estaba ocurriendo allí. Vi que se detenían y se miraban fijamente a los ojos por unos segundos. Y entonces vino lo que yo esperaba sin desearlo. Miguel pegó su boca a la de Castor y lo besó. Y como si un rayo le cayese sobre la cabeza al otro muchacho, se apartó de Miguel; y sin reponerse de la sorpresa que le causara con ese beso, le arreó un puñetazo que lo tumbó de nuevo, pero ahora dolorido y sangrando por un labio.
Debí intervenir de inmediato para evitar que las cosas subiesen de tono, pero no lo hice y esperé que se desarrollasen por si mismos los acontecimientos. Y no se hizo esperar mucho la respuesta de Miguel y le devolvió el golpe a su compañero con más fuerza de la que lo había recibido él. Castor acusó el puñetazo y cayó de bruces y no le dio tiempo a responder con otro, porque su atacante se levantó y echó a correr hacia donde Alfredo y yo nos ocultábamos. Y Alfredo me gritó: “No dejes que se marche y deje así a Castor!. Oblígalo a volver junto a él y que le pida perdón y consiga hacer las paces con su amigo..... Venga!. No seas timorato y páralo!”. Y lo detuve saliéndole al paso y lo agarré por un brazo y con voz autoritaria, tal como me hablaba a mí Alfredo, le ordené que pidiese perdón a Castor, aunque yo no tenía claro cual de los dos debía hacerse perdonar por el otro. 
Miguel solamente había expresado el deseo que Castor le provocaba con sus bonitos ojos pardos y su cara de macho, tan joven y atractivo, que en realidad a todos los de la casa nos dejaba sin aliento al mirarnos. Y supongo que al estar tan cerca de él y oler la virilidad de su cuerpo, el chico no pudo resistirse a besar esos labios carnosos y tan frescos que le sonreían. Castor se dejó llevar por un sentimiento de macho mal entendido, quizás, y rechazó violentamente lo que tan sólo era una muestra de afecto y de aprecio tan sincero y ardiente como el amor que Sole le profesaba. Y al sentirse herido y rechazado de ese modo, Miguel sacó su vena de hombría y le pagó el desprecio a su amigo con la misma moneda. Pero él atizó empujado por la rabia de no ser comprendido por el hombre que tanto ansiaba tener en sus brazos para amarlo con todo su ser.
Y no sé bien si fueron mis palabras o el propio deseo del chaval por ir de nuevo junto al amigo, el caso es que Miguel dio la vuelta y se fue al lado de Castor, que todavía estaba tendido en el suelo. Se arrodilló junto a él y casi llorando al verlo abatido y sangrando por la boca le pidió perdón y prometió que nunca jamás haría nada parecido. Realmente el asunto no era como para rasgarse las vestiduras, pues tan sólo había un beso entre los dos; y mal dado, por cierto. Sin embargo, la cara de Castor parecía distinta y no supe interpretar su gesto. Ya me había visto, porque salí de mi escondite, pero parecía que no yo no estuviese con ellos. Y, sin pronunciar palabra, Castor puso una mano detrás de la nuca de Miguel y atrajo su cabeza hacia la suya, besándolo con una pasión y una intensidad que seguramente ni a Sole la besara nunca de ese modo. 
Ahora si que estaba desconcertado viendo aquello. Y no quedó ahí la cosa, porque Castor se abalanzó sobre Miguel, aprisionando su cuerpo bajo el suyo, y, sin parar de morrearlo como un loco, le fue dando la vuelta para sobarle las nalgas y buscar con sus dedos el redondel que pretendía traspasar. Miguel no se resistía y yo alucinaba sin entender nada y le pregunté a Alfredo que coño estaba pasando. Pero Alfredo no me respondió ni lo vi a mi lado. Y no hizo falta saber nada más para maliciar lo que sucedía en realidad. No podía verle los ojos a Castor, pero tampoco me hacía falta verlos para saber que ya no eran pardos sino grises. Y Miguel estaba siendo usado otra vez, creyéndose que era su apetecido amigo quien lo gozaba. 
Estuve por interrumpir aquella escena, que me parecía indigna y fraudulenta, pero quedé paralizado y no pude apartar la vista de sus cuerpos enlazados buscándose y palpándose  con un ansia desaforada. Y llegó el punto álgido del juego y ocurrió lo que seguramente nunca había previsto Miguel. Castor, mejor dicho Alfredo a mi entender, logró ponerlo boca abajo y sujetarlo inapelablemente con el peso de su propio cuerpo. Con las piernas separó las del otro chico; y como si una fuerza imparable guiase su pene al punto donde otro quiso dirigirlo, lo penetró casi de golpe y lo violó sin que Miguel pudiese impedir la invasión de su cuerpo. Debió dolerle mucho y seguramente sintió que su carne se partía y sus entrañas se rasgaban, pero no pudo gritar y apenas se oyeron unos gemidos ahogados por la fuerte mano de Castor que le tapaba la boca. No duró mucho, pero Castor, más que jadear sobre el cuerpo de Miguel, emitía bramidos más propios de una fiera que de un hombre. Luego se detuvo y ya no movió su cuerpo sobre el del otro chaval. Y así, uno sobre el otro, se quedaron agotados sobre la hierba a la orilla del río y ante mis ojos asombrados y mi mente alborotada por lo que que acababa de presenciar.
Los dos muchachos no se movían y a mi lado Alfredo me decía: “Ya está. Al fin Miguel tuvo lo que tanto quería. Deseaba a Castor y logró tenerlo entre sus brazos. Buscaba un rato de placer con él y lo tuvo. Y ahora supongo que todos contentos”. “Cómo dices eso!...... Tú lo has violado usando a Castor!..... Y qué pasará ahora entre los dos?”, exclamé con angustia imaginando que pensamientos estarían royendo el alma de Miguel, puesto que daba por hecho que el otro no se había enterado de nada y únicamente actuara de instrumento para que Alfredo llevase a cabo lo que se había propuesto al apoderarse de su voluntad. Me dolía ver a esos dos chavales desnudos y tirados sobre la hierba húmeda, todavía ensartados y aplastado Miguel bajo el peso de Castor, pero no me atrevía a ir hacia ellos ni hacer ningún ruido para no despertar de nuevo otro ataque de rabia de uno hacia el otro a causa de lo sucedido.
Y fue Miguel quien se movió primero y se giró bruscamente derribando a su opresor. Lo miró un instante y se levantó sin advertir mi presencia y se lanzó al agua como si ella no sólo pudiese lavarlo sino también borrar los restos de huellas dejados por su amigo Castor sobre su piel. Castor aún tardó algo más en incorporarse. Y al hacerlo buscó con la vista a su amigo y se fue al agua y nadó hasta la orilla opuesta como si quisiese huir del escenario donde tuviera un mal sueño. Yo estaba desolado y no sabía que hacer para remediar de alguna forma el desaguisado creado por Alfredo. Y le eché en cara esos métodos espantosos que tenía de usar a la gente según su capricho y con el sólo fin de hacer su voluntad. Le llamé retorcido y casi llegué a decirle que me espantaba su proceder sólo propio de un monstruo. 
Sí, le llamé monstruo y estaba a punto de decirle que no quería volver a verlo ni a compartir nada con él, pero Alfredo me calló la boca con un beso y agarrándome fuertemente me gritó: “No digas lo que vas a lamentar antes de que llegues a pronunciar la última sílaba!. Bien sabes que Miguel está loco por ese otro chaval y cada noche desea estar con él en la cama y sentir su calor para entregarse a él con toda el ansia de que es capaz un joven lleno de pasión y ganas de vivir. Si algo deseaba ese chico era sentirse unido a su amigo en el mayor abrazo que dos hombres pueden darse. Verse compenetrados hasta confundir sus cuerpos y los latidos de sus corazones al amarse y fundirse en uno solo lo que antes eran dos. Igual que tú y yo lo hemos deseado entonces y ahora sólo podemos lograrlo usando a esos muchachos. Piensa si realmente Miguel ha sufrido o por el contrario gozó con toda la intensidad que siempre soñó sentir”. Pero no quise escuchar su palabrería y quise largarme de allí para no saber que ocurría al salir los dos rapaces del agua.
No me dio tiempo. Y cuando iba a darme la vuelta para marcharme, oí la voz de Miguel que me llamaba al tiempo que ya salía del agua. Solamente giré la cabeza y lo vi venir corriendo hacia mí y no pude por menos que esperar y escucharlo. Y el chico me pidió que no me fuese y me bañase con ellos en el río. Ni sentía vergüenza por haber sido violado delante mía, ni daba la impresión que el escozor doloroso en el culo le impidiese mirarme con una sonrisa invitándome a jugar con Castor y él dentro del agua. Busqué a Alfredo a mi alrededor y el muy cretino estaba muerto de risa apoyado en un arbusto y meneando la cabeza indicándome con ese gesto que yo era un pringado por tomarme esas cosas del sexo de un modo tan trágico y tremendo. Como él me decía a veces, hacer esto es lo más normal y es lo mejor para pasar el tiempo cuando no hay nada que te preocupe. Y si lo hay, aún se necesita más una compañía agradable con la que puedas pasar un buen rato olvidando todo los problemas y relajando la ansiedad que nos perturba. 
Es posible que Alfredo con su filosofía acomodada a sus apetencias tuviese algo de razón. Mas a mi me seguía pareciendo demasiado transcendente eso del sexo. Y mucho más si se llegaba a culminar el acto con otra persona como hicieran esos chavales. Para mí follar era más importante de lo que decía Alfredo. Y no niego que probablemente él fuese más feliz y tuviese la conciencia tranquila con sus planteamientos al respecto, si es que aún le quedaba conciencia a ese truhán, y no tuviese reparos en usar a otros para complacer sus instintos y sus necesidades de afecto y gozo. Sin embargo, a mi todavía me faltaba recorrer un buen trecho para alcanzar ese grado de frialdad y cinismo para ver las cosas desde esa perspectiva y a través del prisma mental de Alfredo.    
Le dije a Miguel que fuese al agua con el otro, que yo iría enseguida, y agarré a Alfredo por las muñecas y le interrogué: “A cual de los dos poseíste?...... Con cual de ellos gozaste ese polvo, cabrón?”. Estabas dentro de Castor y violaste a Miguel, o fue dentro de ese chaval donde te ocultaste para disfrutar como una puta con el otro macho?”. Y Alfredo me miró muy sereno y me preguntó a su vez: “Me estás preguntando o son reproches motivados por los celos?..... Y si son celos, de quién estás celoso?....  De mí, de Miguel, o de Castor?..... Qué papel te hubiera gustado desempeñar en esa comedia?..... Porque en parte no fue más que eso. Una comedia en la que cada cual eligió el rol que más le apetecía interpretar”. “No te entiendo”, alegué con cara de duda. “Pues deja que te lo aclaré, so tonto!..... Que eres más inocente que un higo. Y ni siquiera chumbo que tienen espinas y pican si los coges mal”, me fijo Alfredo riéndose otra vez. Y ya me estaba poniendo enfermo con tanta risa y estuve a un tris de darle un puñetazo igual que el recibido por Castor y tan bien dado como se lo atizó Miguel.
“Vamos, muchacho!”, exclamó Alfredo con tono de suficiencia que me repateó todavía más. Y continuó hablando: “No voy a negar que me metí en Castor para enfriar sus ánimos y romper el hielo entre los dos chavales....... Y el inició del beso que le dio a Miguel fue cosa mía. Pero ahí se acabó mi intervención........ Bueno, le soplé a Castor un par de cosillas, pues le falta experiencia en eso de perforar otros agujeros que no sean en la vagina de una mujer, pero nada más que simples sugerencias sin demasiada importancia, aunque esenciales para introducirla por donde debía hacerlo....... Y a partir de ese momento ni siquiera hice de apuntador....... Me limité a observar como hiciste tú...... Y nada más, puedes creerme..... La representación corrió a cargo de ellos solitos y sin mi ayuda para nada más........ Sí. Y no pongas esa cara de idiota que te están esperando para bañarse contigo. Vete con ellos y cuidado que Castor no te viole a ti también. Me temo que le va a coger afición a eso de entrarle por detrás a otro tío que tenga un culo prieto y recio. Y tú todavía lo tienes muy duro”. !Calla la boca, cabrón!”, dije con un exabrupto. 
Si eso era cierto, lo que estaba pasando me superaba. Castor fuera consciente de lo que le hacía a Miguel y ahora o disimulaba aparentando que no pasara nada entre ellos, o se lo estaba tomando con una naturalidad y un cuajo que no me imaginaba eso de acuerdo con la manera de ser de ese muchacho. Y por otro lado, Miguel sólo habría soportado y sufrido el agresivo ataque sexual del otro, o lo disfrutara verdaderamente, como insinuaba Alfredo, e incluso se regodeaba sintiendo el picor y las molestias que le dejara en el ano su compañero?. Me estaba haciendo un puto lío y cuantas más vueltas le daba menos entendía aquel asunto. A ver si iba a resultar que a partir de ese día Sole quedase relegada a un segundo plano en las apetencias sexuales de su novio?. Me costaba  creerlo viendo como babeaba el chico al mirarla y más cuando ella lo encelaba con sus pechos y moviendo las caderas al trajinar por la casa o antes de decirle que le apetecía dormir la siesta un rato; y los demás sabíamos a que se refería la chica con eso de disfrutar la siesta, aunque la dormida fuese nula o se limitase a un rato muy corto. En fin!. Era mejor esperar acontecimientos y dejar a un lado tales quebraderos de cabeza. Por el momento tocaba baño y juegos con los dos chicos y a ver como se portaban el uno con el otro tanto dentro del agua como una vez que saliésemos y nos tumbásemos sobre la hierva para secarnos al sol. Habría malas caras o gestos desabridos?. O por el contrario se mirarían con cierto recelo, o buscándose de nuevo para volver a gozarse mutuamente los dos?. Eso sólo el paso de los segundos y minutos, o quizás horas, lo resolvería. A no ser que Alfredo me mintiera y ninguno de los dos se enterase de nada, o al menos Castor, lo cual no sería extraño en él.


XIX
Después de lo del río, la vida en la casa grande no se vio afectada en nada, ni las relaciones entre los dos muchachos parecían haber cambiado, al menos durante los primeros días. Y una tarde en que me encontraba muy melancólico, le pedí a Alfredo que me acompañase hasta la casa de Amalia, que no andaba buena por aquel tiempo y se la veía con mala cara. Aunque ella sólo lo achacaba al cambio de tiempo y a los años, el caso es que mi buena amiga estaba pachucha y lo menos que podía hacer era verla y darle compañía un rato, aunque no me ofreciese de merienda algo rico o me trajese alguna sabrosa fruta de su huerta.  
Amalia estaba sentada en el corredor y me recibió con la misma alegría de siempre y nada más sentarme a su lado, me dijo: “Menos mal que has venido esta tarde...... Quizás mañana ya no me encontrarías aquí”. No sabía, o no quería interpretar sus palabras, y le pregunté: ”Es que te vas a alguna parte?”. “Sí”, me respondió lacónicamente. Y sin dejar que le pidiese más explicaciones, añadió: “Tú también tendrás que irte algún día..... Todos vamos desfilando y ninguno se queda aquí”. Miré a mi amiga preocupado y le pregunté: “Qué quieres decir?....... Con quien te marchas?”. Y mirándome fijamente a los ojos, dijo: “Con él......... Ayer me dijo que vendría a buscarme, pero no me indicó el día...... Sólo me anunció que sería muy pronto........ Al fin volvió a mí ese muchacho de ojos grises y he de irme con él”. “Te refieres a Alfredo?”, pregunté innecesariamente. “A quién si no!”, exclamó ella. Y me quedaron ganas de indagar a cual de los Alfredos se refería, pero no hizo falta porque Amalia me aclaró con la mirada que estaba hablando de su Alfredo y no del mío.
Sentí una enorme pena por mí, ya que no por ella, pues al fin se reunía con el hombre que amó durante toda su vida. Quizás tarde, podría pensarse, pero para ella no lo era. Para Amalia era la mejor época de su vida en la que podría disfrutar con ese muchacho que tanto quiso y tanto deseó a lo largo de los años. El vendría a buscarla y eso era lo principal. Y les quedaba el resto de una eternidad para gozar juntos una existencia feliz y sin trabas de ninguna clase. Miré a mi alrededor buscando al otro Alfredo, al mío, y allí estaba serio y sin decir palabra. Me pareció que le molestaba que el auténtico Alfredo apareciese en escena, quizá por temer que le restase protagonismo, o le pidiese cuentas por la usurpación del nombre y el físico. Y aunque Amalia estaba presente, le pregunté a mi amigo en voz alta: “Y que le vas a decir al verdadero Alfredo si te ve en su casa y aparentando ser quien no fuiste nunca?”. El no contestó, pero si lo hizo Amalia: “Ese no se parece a Alfredo........ Puede que su madre lo llamase así y quisiese que los dos se pareciesen y se identificasen, porque ella adoraba a su hermano. Pero este sólo tiene un ligero parecido con su tío. Al menos en cuanto al físico. Del resto no puedo opinar porque no lo conozco lo suficiente, ya que hasta hoy nunca quiso venir a mi casa y hablar conmigo..... Pero ahora podemos hacerlo y veremos cuanto hay de su tío en él”. 
Yo me quedé perplejo y exclamé: “Acaso lo ves?......... Entonces sabes que está aquí conmigo!....... Ves como no eran invenciones mías!......... Durante tantos años no me creías y ahora puedes verlo y hasta quieres charlar con él......... Pues si ella quiere hablar contigo, tú no te calles, porque te está viendo........ Qué excusa pones ahora para no decir nada?”. Y Alfredo habló con Amalia y ella le contó muchas cosas de su tío y su madre. Y yo le pedí a mi amiga que también le hablase de sus abuelos y le aclarase quien era la dama del cuadro de quien heredaran su tío y él los ojos grises. Amalia contó despacio  toda la historia de esa familia, mientras yo iba al huerto a buscar unas manzanas de color verde claro que al morderlas crujían como si estuvieses hechas de cristal.
Amalia nos dejó al día siguiente y partió con Alfredo, su Alfredo, con rumbo desconocido. Y mi Alfredo quedó muy triste al no llegar a ver de cerca a ese otro Alfredo que al parecer era su tío, del que heredara nombre, aficiones y aspecto físico. Y yo lo consolé y besé sus labios hasta hacerle olvidar su pena. Pero desde ese día Alfredo nunca más fue el mismo. A veces no tenía ganas de bromas y parecía como si de repente le entrara la cordura en la cabeza. Dejó de tener pinta de adolescente y adoptó la imagen de un hombre maduro igual que yo. Y ahora a los dos nos pintaran canas en las sienes y no nos hacíamos bromas como cuando éramos chavales. Sin embargo no faltábamos ni una tarde al río, ya fuese a caballo o andando y recordando lo vivido hasta ese día y mencionando todo aquello que nos gustaría vivir todavía, pero que manteníamos en cartera como asignatura pendiente.
En la casa grande ya no había misterios que desvelar y nosotros no éramos más que una parte de ella y de su historia. Detrás vendrían otros que la ocuparían, creyéndose sus dueños, sin saber o no darse cuenta que la única dueña de todo era ella. La dama de ojos frises, que no era otra cosa que el alma de la casa grande y su esencia. El resto únicamente éramos accesorios o marionetas necesarias, pero no imprescindibles, para que la casa se mantuviese en pie y no la derribase el paso del tiempo. Pudiera ser que después de mí les tocase esa misión a Castor y a Sol, con ayuda de Miguel o sin ella. sin embargo eso aún estaba por ver y en cualquier caso yo no tenía la intención de retirarme tan pronto y dejarles el campo libre a la pareja de tórtolos que se pasaban el tiempo muerto arrullándose.     
Porque a partir de aquella tarde en el río, Castor se mostraba más obsequioso y empalagoso con su novia, como si tuviese que hacerse perdonar algo indebido. O tenía complejo de culpa por algo, o le había entrado una solitis crónica que lo hacía más vulnerable a las gracias naturales y no tan naturales de la chica; y no pensaba más que en estrujarla y besuquearla en todas partes. No sabía si entre él y Miguel hubiera alguna conversación sobre esa tarde y lo ocurrido a la orilla del río, mas aunque pareciese que nada cambiara, ni mermara su amistad, las miradas que se cruzaban no eran las mismas ni de igual intensidad por parte de Miguel hacía el otro muchacho. Y eso me daba que pensar y me tenía bastante mosca.
Pero una tarde me atreví a interrogar a Miguel y fui al establo, sabiendo que estaba solo, y lo abordé sin preámbulos. Y le pregunté: “Qué pasa entre Castor y tú?”. “Nada que no tenga remedio”, contestó el chaval. Pero yo insistí: “Es por lo que pasó en el río?....... Es algo de lo que nunca hemos hablado, pero sucedió y lo vi como te estoy viendo ahora”. “En parte sí”, respondió Miguel. “Explícate”, le exigí. Y se explicó: “Al día siguiente vino aquí cuando yo estaba cepillando los caballos y sin mediar más palabras ni explicaciones me preguntó si me había dolido mucho”. Eso significaba que supo lo que hacía y era consciente de que violaba a su amigo. 
Y Miguel continuó: “Le conteste que sí. Que me había dolido en el culo, pero no en el alma. Puesto que eso era lo que deseaba desde hacía tiempo, pero no de esa forma y con tan malas maneras”. Osea, que también se dio cuenta de todo y sufrió o gozó sin restar ni una sola de las sensaciones que el otro le hizo sentir y padecer. 
Guardé silencio y esperé a que Miguel hablase de nuevo y lo hizo: “Estaba avergonzado por lo que me había hecho y se justificó diciendo que de repente se vio encima de mi cuerpo y, sin saber si por rabia o por otro motivo, algo le incitó a clavármela y no reparó en hacerlo por la fuerza sin importarle si yo lo deseaba o buscaba eso al besarle en la boca”. “Joder!”, exclamé, pero me callé el resto de mi pensamiento que volvía a creer que Alfredo tuviera más intervención en todo el asunto de lo que el me aseguró ese día.
Pero recapacitando enseguida me di cuanta que tanto Castor como Miguel sabían lo que hacían; y posteriormente Castor intentó justificarse con el otro intentando arreglar las cosas.  Y esa idea se reafirmaba al contarme Miguel que Castor llegó a ponerse violento otra vez queriendo convencerlo que a él sólo le gustaba Sole y no sentía inclinación alguna por él ni por cualquier otro hombre. Castor juró golpeándose el pecho que con quien le gustaba follar era con su novia y el único agujero que le tiraba para meter la polla dentro era un coño y no un culo. Es decir, un culo de macho, porque Miguel bien sabía que más de una vez ese muchacho le había dado por el culo a la chica para evitar dejarla embarazada. Así que la cosa no era de anos sino de nalgas más o menos redondas, tersas, o prietas y recias.
Y Miguel me siguió contando que a las palabras de Castor. justificando su hombría, le respondió: “No tienes por que preocuparte, ni molestarte en demostrar lo que eres, pues sé bien que contigo nunca llegaría a nada y ni siquiera permitiré que se vuelva  a repetir algo parecido a lo que pasó en el río. Y con eso no me refiero a que dejemos de ser amigos como hasta ahora. Simplemente lo que ocurre es que cada uno seguirá con sus inclinaciones sin molestar e incomodarnos uno al otro. Ya sé de sobra que estás colado por Sole y que te van las mujeres solamente. Y no es necesario que me lo repitas, ni te daré ocasión para hacerlo. Y ten claro que no te guardo ningún rencor, porque en realidad me lo busqué yo mismo. Nunca debí provocarte de ese modo y te pido perdón por ello. Lo que si te digo es que con ella nunca hagas lo mismo que me hiciste a mí, porque hace mucho daño, te lo aseguro. Quizás lo que yo necesito es alguien diferente a ti, que sepa apreciar lo que le entrego y me haga sentir que para él soy el ser más importante del mundo. Y tú no puedes hacerlo, Castor”. 
Al escuchar a Miguel no se me ocurrió otra cosa que preguntarle: “Y dónde crees que hallarás a ese hombre..... Esperas encontrarlo en este pueblo?”. El chaval me miró con tal fijeza que me taladró los sesos y respondió: “Sí........ Ese hombre existe y no está lejos....... Ire en su busca esta noche y lo encontraré esperándome para amarme y compartir conmigo el mismo deseo de felicidad”. “Espero que realmente lo encuentres y que ese hombre sea quien te espera”, le deseé con todo mi corazón.
Volví a la casa y no había dado dos pasos cuando a mi lado ya estaba Alfredo más triste que antes y sin ganas de hablar. Me daba lástima verlo en ese estado de melancolía y me paré junto a la gran magnolia y sujetándolo por los hombros le pregunté: “Qué coño te pasa?...... Desde que fuimos a casa de Amalia eres distinto y no te reconozco...... Dime que ha cambiado?”. Alfredo me abrazó muy fuerte y con los ojos húmedos me contestó: “Me temo que no pinto nada aquí y mi sitio ya no está en esta casa..... Esta finca precisa de otros que la disfruten y renueven su energía; y yo debo irme, lo mismo que Amalia y ese otro Alfredo al que mi madre quiso que me pareciera...... Barrunto que muy pronto no me necesitarás y solamente seré un estorbo para ti....... Has asimilado lo suficiente como para ser consciente de tu propia personalidad y cuales son tus necesidades afectivas y sexuales.  Y no precisas quien te guíe e indique lo que debes hacer. Te bastas tú solo y solamente has de aceptar la compañía adecuada para compartir tu vida y mantener en pie esta casa..... La casa grande no puede quedar abandonada ni sentir que sus muros no albergan a nadie. Ella es más importante que quienes la habitan, porque nos hace reales y existimos en función de su supervivencia. Nunca lo olvides”.
Esa noche oía desde mi habitación los gozosos gemidos de Sole y los resoplidos salvajes de Castor, que, por la frecuencia e intensidad de los chirridos de su cama, se podía apreciar la pasión casi bestial del placer de la pareja. Era imposible conciliar el sueño con ese concierto de jadeos y estridencias. Y sin darme cuenta la puerta lateral de mi cuarto se abrió y en el umbral se dibujó la silueta de un joven. Y le pregunté: “Supongo que te molestan y no te dejan dormir”. Y él respondió: “No puedo dormir porque busco al hombre que necesito para realizar mi vida..... Y ellos no me molestan, ni tampoco envidio su gozo...... Yo busco el mío donde sé que puedo tenerlo y dárselo también al que me desea y me espera desde hace tiempo”. “Ya lo has encontrado?” pregunte. Y Miguel respondió: “Sí..... No tuve que ir lejos. Tan sólo tenía que abrir esta puerta y acercarme a su cama”. 
Y totalmente desnudo se acostó a mi lado y sin más palabras amé de verdad por primera vez. Y desde ese mismo instante Alfredo desapareció para siempre de mi existencia. Y mi vida y mis anhelos fueron otra cosa desde entonces y no me importaba nada que no fuese la dicha de mi amante. Ni tampoco me molestaba que alguna que otra vez los ojos de Castor se posasen lascivos en el trasero de Miguel, puesto que ya era mío y nadie más tenía derecho ni oportunidad de entrar en mi santuario.
La casa grande nos atrapaba entre sus muros a dos parejas y Miguel y yo no deseábamos más que seguir juntos en ella hasta que otros ocupasen nuestro sitio, si es que la gran casa los aceptaba como inquilinos, porque ella era la que mandaba y regía los destinos de sus ocupantes. 


Epílogo
Nadie en el pueblo supo la verdad ni conocieron jamás los verdaderos secretos que guardaba la casa grande. La única mujer que los conocía era Amalia y se los llevó con ella al irse con su Alfredo sin dejar nada detrás que pudiese recordar la historia de aquella familia que fuera dueña de la mansión. Yo si conocía la historia de esa gente y sabía mucho más que la propia Amalia, pues ahora la casona era mía y no sólo la ocupaba sino que le devolviera el lustre y el mejor aspecto que tuviera antaño. Toda la finca me pertenecía o yo le pertenecía a la gran casa y sus fantasmas también eran parte de mí y yo no era más que un capítulo de una historia que no se acabaría conmigo ni con aquellos otros que viniesen a vivir en la finca cuando yo me fuera.
Los árboles estaban hermosos y las  flores alegraban el jardín de la casa y todo se veía limpio y en orden como cuando gobernaba todo aquello la dama del retrato. La señora de la casa. La verdadera dueña de aquel predio y de cuanto había dentro de sus muros. Esa mujer sin edad determinada, que desde el lienzo clavaba sus ojos grises en todo, pedía cuentas de lo que se hacía en su casona y, sin palabras pero con gestos, aprobaba cada cosa o cada iniciativa que se tomaba para embellecer las paredes y dependencias de la casa grande.
La señora, la matriarca doña Regina, podía descansar y no preocuparse por nada respecto a su casa, pues de alguna manera uno de sus descendientes, al que nunca conoció, se había tomado la molestia de convertirse en mi otra conciencia para atraerme a esta finca y apresarme en una misteriosa red invisible de deseos y apetencias que me amarró poco a poco manteniéndome cautivo de por vida. Y no me quejo por mi suerte, porque fue generoso el destino, o ese ser extraño que me guió por la senda que quiso marcarme, o que yo debía seguir por ser la que tenía marcada desde mi nacimiento. Sea como fuere, se cumplió mi sino de esa forma rara y encontré la parte de mi alma que me faltaba para ser feliz. 
Esa mitad que necesitaba tomó la forma de una muchacho guapo, tranquilo y cariñoso al que deseé sin saberlo desde el primer momento en que lo vi. Quizás en un principio me pareció demasiado joven y no supe entenderlo e interpretar las señales que me hacía con algún gesto o incluso actitud. Pero algo ajeno a nosotros dos le hizo ver con claridad al muchacho que clase de compañero buscaba y quería; y él, más decidido que yo, fue quien tuvo que dar el paso para romper la barrera que yo estúpidamente me empañaba en mantener entre ambos. Una barrera muy débil y en la que había una puerta que comunicaba nuestros mundos y acercaba nuestros deseos. Una simple pared entre dos cuartos contiguos, ante la que Miguel hizo sonar con ansia las trompetas de Jericó para derribarla.
Y con ese sonido metálico también se fue el espíritu que me atormentaba a veces y otras me hacía sacar del alma unos sentimientos secuestrados en lo más profundo de mi ser desde siempre, que a punto estuve de olvidar que existían y dejarlos morir por falta de ilusión y alimento. Pero han revivido gracias a ese Alfredo que nunca supe bien quien fue ni por que me eligió a mí para comunicarse y contar una historia que no era suya. Ese espíritu a veces amable y otras oscuro con atisbos de íncubo o mero fantasma según la óptica del cristal conque lo mirásemos, aunque en todo momento más acertado en sus comentarios que impertinente al hacerme ver mi verdadera condición y como tenía que hacer realidad las fantasías que yo llevaba dentro. Y realmente existía este soplo de otro mundo al que quise llamarle Alfredo, o no era otra cosa que mi doble conciencia a la que pretendía dejar a un lado para llevar una vida incompleta aunque socialmente correcta?. 
Ahora ya no importa, pues esa ficción o verdad cumpliera su misión y me sacó de la mediocridad en que las circunstancias y mi educación me tenían sumergido y donde me ahogaba por falta de aire fresco. Un soplo de frescor que salió por los labios de una boca joven y apasionada que yo me inventé primero y más tarde la encontré en la realidad diciéndome que me deseaba y quería hacerme feliz. Y lo consiguió y me hizo el hombre más dichoso de la tierra; y creo que correspondí a su dedicación y entrega dándome por entero sin regatearle nada que de mí dependiera. Me tiene entero y yo a él. Y nunca dejamos de ser uno solo fundiendo nuestro yo en el nosotros.
La casa grande se llenó de voces y llantos de niños que no eran nuestros sino de Sole y Castor. Pero también al resguardo de sus paredes y entre los árboles surgieron otros risas y gemidos placenteros que eran los de Miguel y los míos. Y he llegado a no entender la vida sin él, que con sólo mirarme, me dice sin pudor que soy el aire que anima sus días.
En la casa grande no quedan más espíritus que los nuestros, todavía prisioneros en cuerpos mortales. Y vidas nuevas la nutren de fuerza para continuar enseñoreando la comarca en la que se asienta. Mi amado es tan joven que renueva mi sangre con cada beso y él dice que mi experiencia y conocimientos nutren su mente para formarlo sin prisa. Porque yo deseo que mantenga por muchos años esa indolencia casi adolescente que tanto me gusta. No es que Miguel sea un crío irresponsable y atolondrado. No. No sólo no es eso, sino que en algunos momentos asume la sensatez de un hombre más maduro que yo. Pero hay dos ocasiones en las que su sangre nueva le hierve. Una es al montar a caballo, que entonces he de frenar su ímpetu y atrevimiento, pues carece aún de la suficiente prudencia que los años se encargan de grabarte en la mente para que no te descalabres a la primera de cambio y sin grandes motivos para ello. Y eso que hemos de admitir que la audacia es una de las mayores prerrogativas de ser joven. Y la otra es en la cama, porque allí es puro fuego y me arrastra hacia un torbellino de sensaciones que llegan a causarme vértigo. Pero no dejaría de seguirlo en esos momentos en que lo siento más mío aunque ello me costase la vida.
Castor disfruta con Sole, aunque según Miguel también reparte sus dones con alguna otra moza del pueblo cuando va solo para hacer recados. Pero Sole no sabe eso y por nuestra parte nunca sabrá nada. Buena es ella para tomarse con calma esas cosas!. Como dice mi chico, Sole es capaz de caparlo si se entera que Castor la mete en otro coño. Aunque inmediatamente añade: “Bueno, si no le gustase tanto esa polla, desde luego que se la cortaba por andar mariposeando en otras flores. Pero el caso es que Sole se pirra por el rabo de su macho. Y a un buen polvo es muy difícil hacerle ascos...... Verdad mi amor?”. “Desde luego”, respondo yo. Y en menos de cinco minutos ya lo estamos demostrando, aunque nos coja en la cuadra y nos vean los caballos. Por cierto, ahora tienen una yegua y muy pronto es posible que tengamos un potro. O una potra, que nos da lo mismo para montar cuando crezca y ya esté en condiciones de soportar nuestro peso sobre su grupa.
Así es mi vida ahora y  también el ambiente que se respira en la casa grande. Puede que para los vecinos del pueblo que viven en al orilla de enfrente, al otro lado del puente sobre el río, que ni Miguel ni yo queremos ni precisamos cruzar, en la casa sigan ocurriendo cosas y fenómenos extraños y hasta sobrenaturales. Y por ello casi nadie se acerca para ver si es verdad que hay fantasmas o gentes raras. Y eso nos libra de sus miradas indiscretas y sus comentarios, pues no es infrecuente que andemos en pelotas por el jardín. Y desde luego yo no me privo de acariciar y besar a Miguel sin preocuparme de quien pueda vernos. Y aunque pudiera parecer raro, Sole nos mira con mejores ojos que Castor. Yo pienso que a ese chaval le escuece un poco que Miguel haya preferido estar conmigo en lugar de seguir embobado y prendado de sus gracias y virtudes de macho. Es muy viril y lo que le van son las hembras, pero a todo hombre le molesta no ser el punto de atracción y el gallo absoluto de un corral donde a su entender, además de gallinas, sólo hay pollos sin arrestos para fecundarlas y hacer que pongan huevos. De todos modos Miguel le dejó claro más de una vez que la única gallina que podía montar era Sole, porque a él ya lo montaba otra especie de gallo distinto a él.
Y no queda nada más que contar de esta historia, ni secretos que airear, tanto de la casa grande como de sus habitantes. Y ahora solo resta desear a todos los posibles lectores de este relato que no vivan ocultándose a sí mismos su personalidad completa, dejando traslucir únicamente esa parte menos comprometida de acuerdo con la moral y las costumbres de una sociedad que nunca te agradecerá el sacrificio de vivir tu vida a medias y no ser plenamente feliz por guardar las apariencias.


Fin